Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 48ª - Final)

30 de xaneiro 2024

Le gustaba tocarse el bigote con la punta de la lengua cuando pensaba. Le daba varias pasadas hasta que sentía la humedad del bigotillo a punto de gotear. Estaba en su despacho, el de la Ciudad Financiera de Boadilla, el más ostentoso, el que me le agradaba. Estaba también su despacho en la calle Ferrocarril, el antiguo, el inicial, y el más decrépito; ese comienzo de su andadura que ya le resultaba demasiado lejano y, sobre todo, prehistórico, falto de la elegancia que necesita un líder. Le gustaba el de Boadilla porque desde los amplios ventanales de la estancia tenía una perspectiva de Madrid magnífica, idónea y especial para él, pues contemplaba la ciudad como si le perteneciera. La escudriñaba pequeña, placentera, dócil, manejable y entregada a él, don Torcuato Samper Blanco, toledano y dueño y señor de un negocio empresarial que prometía encaramarle al pódium del éxito y el poder. ¿Quién se lo hubiese imaginado cuando salió de Toledo con una mano adelante y otra atrás? Sonreía al pensarlo sintiendo la voluptuosidad de la potestad en el paladar y, siendo sincero, también en la entrepierna.

Esa mañana fría y soleada de invierno meditaba sobre la inminente expansión de su emporio. Bilbao y La Coruña como punta de lanza para la progresiva difusión nacional de su marca: CONTORSAM, INTORSAM, luciendo en Madrid, en Bilbao, en La Coruña, en ciudades de toda Europa, en el mundo entero. Miraba la panorámica del ventanal y suspiraba pletórico notando el cosquilleo de una supremacía que ya consideraba como su mejor amante fiel.

Saboreando todo esto estaba esa mañana cuando entró en el despacho Rogelio Cienfuegos. Fue hasta la mesa de Samper y dio unos golpecillos con los nudillos al tiempo que ensanchaba su cara de luna con una sonrisa.

— Rumbo a Bilbao tienes a los dos pipiolos. -dijo y después se acercó al mueble bar para servirse un Lagavulin 16 años- ¿Te apetece uno?- le dijo con la botella en la mano.

Samper hizo un gesto negativo y chascó la lengua retrepándose en el sillón.

— Esos dos fuera de Madrid me preocupan cero, que se casen y hagan lo que les plazca, pero ¿y el tema del gilipollas ese de Latorre, el Myers de los cojones? No nos salpicará, supongo.

Cienfuegos había encendido un cigarrillo y tomado asiento en el butacón colindante al escritorio. Hizo un gesto de desprecio moviendo la mano con indiferencia.

— Al cargarse a tu guardaespaldas todo se ha convertido en un crimen de celos entre maricones. -dijo soslayando el perfil del otro- Además, el cuchillo ha sido la clave para involucrarle en las demás muertes. Nos ha salido redondo: lo que tenía previsto Robert lo ha hecho él solito. Como bien dices, un gilipollas.

— Menudo asunto tonto nos hemos quitado de encima -apuntó Samper lanzando un sonoro suspiro.

— La policía lo tiene claro. No tienes que preocuparte de nada, ya he hablado con el inspector Gutiérrez para que no nos molesten en absoluto. Estamos limpios.

El abogado elevó su vaso y se lo mostró a Samper victorioso.

 

 

 

 

Con una quietud inquietante, rota tan sólo por movimiento de su pecho causado por el respirador, los ojos cerrados, con la tez más cérea que de costumbre, entubado, lejano, silencioso, irreconocible. Con esa imagen de Baldomero en la retina, K. fumaba un pitillo en las afueras del pabellón de urgencias del hospital. Estaba de frente a la avenida de Andalucía, testigo del tráfico y del quehacer de una mañana cualquiera. Era martes, no era día trece, pero para él era peor. Desde que recibió la noticia de la agresión a su amigo se sentía otra persona: un ser incapaz de reaccionar y abrumado por la culpa. Nunca antes llegó tan lejos, se repetía una y una vez mientras los recuerdos le llegaban como dardos que le debilitaban.

El subinspector Murriano no quiso irse a casa y se quedó toda la noche a su lado. Hablaron poco en ese transcurso, tan sólo frases hechas que volaban descarriadas para destriparse contra las paredes de la desangelada sala de espera del hospital.

Con Baldomero estuvo poco, ni un cuarto de hora, lo que le dejó el personal sanitario de la UCI, y cuando salió el subinspector fue enseguida a su encuentro con un café de máquina en la mano.

— Con un café todo parece ser menos dramático, ¿no le parece? Aunque este café sea una auténtica porquería.

K. no tenía ganas de fumar, se había olvidado del vicio, y fueron a sentarse en los asientos de skay de la sala.

— Se pondrá bien. Ya lo verá, Peletero.

Pero a K. le cubría una desazón que apenas le despejaban los buenos deseos. Tenía ganas de volver atrás en el tiempo para dejar al margen de sus empeños a esa persona que tan bien se portó con él siempre. "Él, que tanto temió meterse en el asunto y que tanto me lo desaconsejó", pensaba una y otra vez. "Si no hubiese sido por Baldomero ahora sería algo así como fue Mesio. Podría estar hasta muerto como él." Su mente no daba tregua y destruía y construía monólogos inculpadores, imágenes referentes o silencios que se le atravesaban en la garganta.

Al amanecer Murriano se marchó para trabajar. "La rutina sigue. Nos vemos. Ánimo", le dijo estrechándole la mano.

Poco más tarde fueron llegando los conocidos del barrio, la gente, la familia de Baldomero en Carabanchel.

— Hoy no abro el despacho, que echen las quinielas donde les dé la gana.

Le comentó Marga portando unas ojeras escurridas.

— El Tuli hoy no tendrá quien le saque a mear. Le echará de menos.

Con ella fue hasta un barucho en la parte trasera del polideportivo de San Fermín. Se sentaron en una mesa al tibio sol de invierno que penetraba por la ventana. Marga pidió unas porras y dos cafés con leche "del fogón de Satanás".

— Necesitas un chute de grasa de la mala, K. -le dijo buscándole los ojos- Bal es viejo pero fuerte como un toro, además….. no nos puede dejar solos….. ¡Le necesitamos, joder!

A Marga se le humedecieron los ojos. Respondió limpiándose con la manga y haciendo una mueca graciosa.

— Sabes, -dijo pizpireta- cuando salga de esta le voy a dar un empujón para que diga de una puta vez lo que siempre quiere decirme y no arranca. Te lo juro.

Se rio estruendosamente.

— Y tanto. Está coladito por tus huesos, pero calla terco como una mula.

Añadió K. sonriendo como no lo había hecho durante muchas horas.

— Le planto un beso en los morros y le digo: Pero, sosainas, ¿estás esperando a acabar la "mili" para darme ese besazo que tanto guardas?

Rieron mientras desayunaron despistando la pesadumbre.

Luego, cogidos del brazo, volvieron al hospital. Anduvieron silentes, estirando la esperanza todo lo que podían, creyendo que el futuro todavía les guardaba alguna pequeña sorpresa. La mañana estaba hermosa: aunque fría muy soleada y con un cielo azul que parecía que siempre fue ajeno a la polución. Había que confiar, desear con todo el residuo de fe que les quedaba que Baldomero seguiría viviendo para ellos y para toda la familia del barrio.