Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 44ª)

12 de decembro 2023

El apodo de Myers se lo pusieron cuando a los trece años mató, con un cuchillo de carnicero, a otro joven de origen marroquí. Junto con otros tres compañeros de reformatorio, auspiciados por la fiesta de carnaval, irrumpieron en un café del barrio de Lavapiés donde se concentraba una clientela multirracial. Todos iban disfrazados con caretas y él, concretamente, eligió la de Michael Myers, el asesino de la serie de películas Halloween. Casualidad o empatía por ese personaje, José Latorre Gómez fue el único de los tres asaltantes que cometió un delito de sangre, los otros se conformaron con agredir a los clientes del café sin llegar a ocasionarles heridas de consideración.

En el centro de menores donde ingresó se corrió la voz de su asesinato y su parafernalia y le colgaron el mote de Myers. Ese fue su nombre para siempre. A él no le disgustó en absoluto, sobre todo porque le hizo sentirse importante dentro de aquel mundo descarnado. Había comenzado a ser alguien.

Con veinte años fuera nadie le esperaba (sus padres, drogadictos ambos, habían perdido su custodia muchos años atrás y su hermana, con una minusvalía psíquica, estaba internada en un centro asistencial para enfermedades mentales), así que su mundo, el que eligió su destino como si fuese un estigma insalvable, siguió habitado tras la cárcel por seres despreciados por la sociedad, drogadictos, rateros, alcohólicos, ladrones, matones de poca monta que salían y entraban de las cárceles como si se tratase de sus moradas a lo largo y ancho de los cuatro puntos cardinales del país. Al los dos años siguientes de recuperar la libertad y de manera fortuita se topó con Roberto Martín Villaespesa.

Robert, como se le conocía en la empresa de seguridad, había llegado a jefe de grupo gracias a su innegable pericia para solucionar situaciones comprometidas de protección y, sobre todo, por su rostro pedregoso de mirada intimidadora. Sus ojos, demasiado juntos, parecían irradiar una llama feroz acrecentada por la exuberancia de sus cejas. Miraba de frente, desafiante aunque la situación no le requiriera, auscultando los ojos del contrario como si un odio intrínseco, fortalecido por sus pupilas con el calado del filo de una cuchilla de afeitar, fuese a aniquilarle de un momento a otro. Intimidaba y su envergadura fornida hacía el resto.

Se encontró con Myers por azar, un día que este fue al Ministerio de Justicia, lugar donde trabajaba Robert en seguridad como jefe de grupo, a arreglar un asunto relacionado con su inestable comportamiento social. Nada más verle, Robert intuyó que Myers era de su clan. Los dos compartían unas medidas corporales similares, fuertes, toscas, aceradas, además de esa mirada ostentosa y retadora que a Robert no se le escapó en cuando le vio sentarse en la sala a esperar su turno.

Como él era captador para Heraldos Españoles, un grupo de ultraderecha de nuevo cuño, no dudó en acercarse a Myers. Se acercó a él como si le conociera y, tras una breve charla, quedaron citados para tomar algo en un bar cercano al Ministerio.

— Estoy convencido que tu vida se va a enderezar de aquí en adelante. Eres un joven de los que necesita esta España llena de cobardes.

Le dijo Robert poniéndole la mano en el hombro con la firmeza de estar confiriéndole el espaldarazo a un caballero medieval.

Entablaron amistad ya que les unían valores que ellos consideraban imprescindibles en un hombre. No tardó mucho en proponerle que entrara a formar parte de los Heraldos Españoles. "Tenemos tardes históricas en las que apaleamos a esos maleantes extranjeros que campan por España como si fuese suya.", le dijo Robert, mostrándole toda la gama de encerronas, palizas y saqueos que podían hacerse en nombre de una nación "desprotegida, rota y llena de maricones". A Myers le gustó la sugerencia y, en la siguiente ocasión, se inscribió como militante del grupo ultraderechista.

Poco después, Robert entró a formar parte del emporio de Torcuato Samper como seguridad personal del empresario, y no tardó mucho en incorporar a Myers.

— Aquí centrarás tu vida, tu futuro. Sé de sobra que este pez gordo tiene asuntos turbios y tú serás una pieza clave para limpiárselos. Con ese porte y esa cara de mala leche tendrás el puesto asegurado. Además, yo daré buenas referencias de ti, aunque me las tenga que inventar.

Le dijo Robert días antes de incorporarse a la seguridad de la empresa.

Lo cierto es que no se equivocó. En apenas un año, Myers estaba considerado como el complemento perfecto a la seguridad de Samper. Hizo algunos "trabajillos de limpieza" que le labraron una reputación que el magnate necesitaba para que todo su tinglado empresarial siguiera funcionando sin contratiempos. Abogados curiosos, pequeños empresarios reacios a unirse a Samper, detectives atrevidos, políticos intachables, jueces incorruptibles, empleados díscolos, amantes vengativas, esos y otros más eran la clientela habitual de Myers. Una visita suya y la persona solía cambiar de parecer. Solía acompañarle en sus desafueros Robert porque también sabía que Myers descarrilaba por no dosificar su vehemencia. La violencia extrema afloraba en su recomendado al más mínimo contratiempo. Un simple gesto de la victima podía desencadenar la cólera incontrolable de Myers y eso, en algunos casos, no era lo más conveniente. Robert evitaba ese exceso con su presencia. Amedrentar sí, pero llegar a la sangre no, si no era estrictamente necesario.

Juntos llegaron a ser como hermanos, como el hijo que nunca tuvo para Robert, hasta el punto que compartían apartamento en el barrio céntrico de Madrid. Se doblaban la edad pero eso nunca fue un escollo. Robert estaba divorciado desde hacía tiempo y Myers carecía de afecto y familia, por lo que no fue muy complicado que compartieran gastos y morada. Vivian en concordancia y las putas, juergas y despilfarros las disfrutaban como siameses.

Por eso Robert tenía el estómago revuelto aquella mañana. Samper quería colgarle a su hijo postizo, a su hermano, toda la basura de los últimos días y eso le revolvía las tripas y le tocaba su endurecido corazón. Tenía que encargarse él, lo sabía, sí, pero era un trago duro, amargo, y al tiempo irrefutable. El chico se lo había buscado, tenía que reconocerlo. Se ponía demasiado nervioso, no controlaba. Le gustaba hacer sufrir, matar, actuar por su cuenta. Pero le apreciaba tanto.

Fumaba mientras se tomaba el tercer café observando desde la ventana cómo la niebla se hacía cada vez más espesa. Luego se volvió hacia la habitación y vio la cazadora de beisbol. Estaba sobre el respaldo del sillón tirada de mala manera. La cogió para enrollarla y atarla por las mangas. Apretó fuerte el nudo y la metió en una bolsa de basura. Encendió otro cigarrillo al salir por la puerta camino de los contenedores de la esquina. Al caer la bolsa dentro del contenedor de basura escuchó un sonido que no le pareció del todo desconocido, el cuerpo de un cadáver dentro de una bolsa. Maldiciendo a la niebla, al despertar de la mañana, regresó a la casa.