Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 37ª)

24 de outubro 2023

Por los ventanales sobados del bar Liu aparecía la noche envuelta en una bruma que sumía a la calle en intemporalidad. El silencio de la madrugada confiaba a las sombras chinescas de la niebla todos sus secretos. Las farolas asentían, desde sus miradas amarillentas, urgidas por su atascada inmovilidad. Un hombre viejo hablaba sin parar, tras los cristales del bar, dango tragos cortos a su jarra de cerveza y tocándose el ala de un sombrero oscuro como si quisiera afianzar su presencia borrosa. El hombre que tenía enfrente daba cabezadas al compás del monólogo de su compañero y, ocasionalmente, escudriñaba el exterior nebuloso con ojos bovinos. Al hombre parlanchín no parecía importarle nada excepto sus palabras. Movía las manos con torpedad, como si le pesara demasiado el cuerpo y necesitara ese sostén para no caer sobre la mesa. En la calle el silencio y la neblina luchaban por permanecer inalterables ante el runrún separado del hombre del sombrero.

Pepín, el dueño asiático del bar, dormitaba apoyado en una caja de cerveza tras la barra. Parecía tener algún sueño intranquilo pues, de vez en cuando, agitaba el cuerpo en espasmos y se acomodaba a la caja de nuevo. Baldomero asistía con los ojos a medio cerrar a la charla inacabable de K. reposando la cabeza sobre una máquina de azar. Ojeaba el exterior sin fe, anclado en las exigencias cada vez mayores del sueño, pero se aponía en su fuero interno a dejar sin auditorio a su amigo. Asentía o se encogía de hombros, daba igual, porque K. no intentaba que le entendiera, sino sólo su vigilia para no sentir el azote de una completa soledad.

— … No me preguntes el por qué de todo -decía interrogando al silencio del bar, sólo roto, en ocasiones, por la melodía machacona de la máquina tragaperras- Dejé de escribir porque el mundo cambió de repente. Lo entendí antes de que fuera demasiado tarde, antes de que llenara más folios para rellenar papeleras. Los tiempos de los poetas son ahora borrones que tan sólo algunos posturean en pistas de circo o en ridículas reuniones de conocidos pugnando para escucharse más alto. ¡¡Mierda de verdad, amigo mío!! ¡¡Cretinos!! Y me jode, sí, me jode. Aunque jamás se me volverá a ocurrir manchar papel alguno. ¿Qué podría decir al rebaño que agita sus teléfonos móviles como el sancta sanctorum descubierto? ¿O a la masa embaucada que halla su Parnaso en el coche más estiloso? Ahhhhh. Esta vejez de mierda me da la fuerza necesaria para olvidar. ¿O será la cerveza?

K. se levantó para ir hasta el grifo de cerveza y llenarse la jarra. Fue al escurrírsele el líquido por la mano cuando cerró el grifo. Murmuró algo en bajo y escuchó por unos instantes los ronquidos suaves de Pepín. "Envidiable chino que duerme a patasuelta sin que le hinque el diente la vida", se dijo K. elevando su jarra ante el durmiente.

Baldomero y él habían cenado la hamburguesa especial Liu, un conglomerado de grasas animales y vegetales sin tino de dimensiones pantagruélicas. Baldomero después se tomó un descafeinado y un chupito de hierbas de León, "muy digestivas y eficaces para limpiar las tripas", aseguraba él todo docto. K., que ya se tomó un par de jarras antes de la cena, se lanzó por la espiral del zumo de cebada hasta perder la cuenta. Siete, ocho, tal vez nueve eran las pintas que había ingerido. Se sentía tan bien que las magulladuras de su cuerpo eran sólo tatuajes antojadizos sobre su piel. Ni siquiera los dolores de los costados al respirar eran problema. Se encolerizaba con su monólogo sin que la punzada le cortara la respiración.

— Sin duda, la cerveza es el mejor analgésico inventando por cabeza humana. ¡Viva la rubia!

Gritó alzando su jarra frente al aparato de televisión apagado.

Regresando a la mesa se fijó que Baldomero había hincado la cabeza. Su frente, amplia pero lamida por esa cortina de pelo fino y lacio ("Codiciable y coqueto", como muchas veces le dijo K.), descansaba sobre la mesa. Inflaba y desinflaba los carrillos al compás de su respiración creando un vapor sobre la mesa que aparecía y desaparecía en un juego de brillos. K. fue a decir algo pero se detuvo al recordar que su amigo le había propuesto vivir durante su convalecencia en su casa.

— ¿Y quién coño es el convaleciente? -le contestó airado- ¿El perro de Marga, Pepín, el bueno de Frutos o la madre que nos parió a todos?

Seguiría viviendo en la pensión. Ya les las apañaría para que los dolores no le amargaran el día.

Al rememorar esto vio su figura reflejada en uno de los ventanales del bar. Su figura se reflectaba oscura, debido a que sólo estaban encendidas las luces de emergencia del local, manifestándose una sombra cuyos rasgos faciales se avistaban como agujeros negros donde no cabía humanidad. Se acercó al ventanal, tapizado por la espesa niebla de la madrugada, y sintió aversión ante su figura reflejada mostrándolo en un significativo gesto.

— Ese espectro soy yo -dijo, señalando con el dedo índice de la mano que no sujetaba la jarra- Un espíritu que arrastra la soledad de un viejo que reniega de su edad. No cree en la felicidad sino sólo como momentos aislados que nutren la imaginación en la remembranza. Cuando se llega a viejo los recuerdos se tiñen con largos soliloquios con el fin de sostener que uno, al fin y al cabo, ha sido todo lo dichoso que pudo. En eso consiste tu existencia, espectro ridículo. Te sobra pasado y ya no te queda futuro. Acaso ¿no comprendiste la vida? La vida es volverse a levantar cuando uno cae y volver a empezar, como dice el viejo Pepe Mujica, pero tú te topaste con un muro de acero que sólo te dejó arrastrarte y sobrevivir anclado en tus derrotas. Y ¿sabes quién es el que gobierna ese muro infranqueable? Solamente tú, visión vulgar de sombrero ladeado. Porque te amaron y no supiste amar. Te tendieron manos amigas, amorosas, y les diste de lado porque considerabas que tu ego era más importante. Ahora sólo te emborrachas, huyes del dolor, y rehúyes el recuerdo porque te nombra culpable. ¡Eres detestable, reflejo burlón! Ni poeta, ni amante, ni siquiera amigo de los que perdieron la vida esperando tu regreso. ¡Eres lamentable, viejo fantasma! Dejaste victoriosa a la desesperanza y te dejaste naufragar. ¡Vete, vete a tu tiñosa desorientación!

K. dio la espalda a la visión para beber un generoso trago de cerveza. Se detuvo un instante antes de regresar a la mesa y se rio, se rio de su discurso, de esas palabras que jalonaban sus días y que ya nunca formarían parte de ningún papel. En la mesa dejó la jarra con fuerza. Un golpe que removió a Baldomero y asentó su mejilla en la mesa. Luego, siguió el ritmo pausado de su respiración. Inhalaba y exhalaba con ese ronquido hondo de fumador empedernido, pero tan reconocible como amistoso y ameno. Sin ganas de salir a la calle, prendió un pitillo, encogiéndose de hombros tras soslayar la posición del chino y el desplome de Baldomero. Fumó y bebió más, o tal vez menos, sin embargo acabó llorando. Las lágrimas le asaltaron traicioneras y en exceso ambiciosas. No gimoteaba, lloraba en silencio sin desear saber el por qué. Le hacía bien. Le vaciaba de un peso. Le invitaba a volver a empezar. Era otro día.