Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 29ª)

08 de agosto 2023

Torcuato Samper era un empresario toledano que hizo fortuna con la construcción de bloques de pisos y naves industriales en la zona norte de Madrid. Compró terrenos en esa zona que fueron agrícolas finalizando la década de los setenta y que, debido a su falta de explotación, habían perdido gran parte de su valor inicial. Los propietarios tuvieron que conformarse con la tercera parte de su valor y Samper, en pocos años, se apropió con una ingente cantidad de tierra barata para construir de lujo. Mediada la década de los noventa la empresa constructora "Contorsam", propiedad de Samper, vendía pisos y naves industriales, casi en exclusiva, en esa zona de la capital. Pocas empresas pudieron igualar la celeridad de la construcción y las facilidades de venta a "Contorsam" hasta el punto que los propios alcaldes reclamaban la opinión de Samper antes de acometer cualquier obra pública, pues no eran ajenos a su preponderancia. Se les ingenió para apañar amistades y deudores entre políticos, autoridades de diferente rango y arriesgados emprendedores que se vieron en las garras del empresario a poco que quisieron hacerle competencia. Torcuato Samper estaba casado y tenía tres hijos, dos varones y una hembra, que militaban en la empresa del padre. Podía vérsele en fotografías, en diferentes medios de comunicación, con alcaldes, políticos en alza de la época, presidentes de diferentes comunidades autónomas, ya que "Contorsam" extendió sus tentáculos hacia otras zonas de España, en concreto al levante, y hasta con dos ex presidentes del Gobierno español. También posaba con actores, artistas o deportistas, tanto afamados como jóvenes prometedores, y era sabido que su empresa donaba dinero a asociaciones deportivas y a fundaciones y ONGs que fomentaban el deporte como antídoto para jóvenes descarriados. Sin embargo, nada halló sobre su influencia sobre el equipo de fútbol Tres Cantos ni de su relación con los Heraldos Españoles.

En síntesis, todo eso es lo que sacó en conclusión K. después de rastrear el historial de Samper en Internet. Empleó casi toda la mañana en compilar los datos del empresario. No atendió a los dos o tres guasap que le mandó Baldomero porque quería indagar sobre el que consideraba alma mater del intríngulis delictivo que acabó con la vida de Mésio. K. sopesó que debía de ser un tipo resolutivo, de esos que se llaman de carácter, el tal Torcuato ya que sus padres, poseedores de una tienda de tejidos en Toledo, no parecieron influenciarle para que a los veinte años, recién acabado el servicio militar de entonces, su único hijo aterrizara en Madrid para especular con tierras venidas a menos en el juego consentido del capitalismo. Suponía que debió llegar con algún dinero que le cedieron los padres para arrancar su andadura y que debió multiplicarlo pronto para acometer sus proyectos expansivos.

— Todo un señor mercader del siglo XX.

Dijo en voz alta K. mirando la pantalla rayada del viejo portátil y dándole vueltas al magín.

Aunque le costó una reprimenda por parte de la señora Hilaria, logró comer algo antes de salir de la pensión.

— Pues bien que le voy a poner al corriente al señor Baldomero de los extras que hace usted sin el menor miramiento. Luego vendrá el tío Paco con la rebaja cuando le presente el recibo del mes. Yo sé que a usted esto le parece la fonda del sopapo, pero no lo es, óigame bien, no lo es.

Decía la anciana una y otra vez al tiempo que K. se preparaba un bocadillo de salami.

Fue hasta Aluche en un bus interurbano para tomar otro con dirección a Boadilla del Monte. Preguntó al conductor para cerciorarse.

— Tiene parada en la Ciudad Financiera, verdad.

El conductor asintió aburrido dentro de la pecera.

A primera hora de la tarde se apeó del bus. El día estaba soleado pero el viento del día anterior seguía aguando la temperatura. Encendió un cigarrillo antes de cruzar el puente sobre la carretera M-501. El viento ladeaba su sombrero y consumía su pitillo con rapidez. Maldecía por lo bajo soslayando la cola del viento. Pronto tuvo cerca los colosales edificios que poblaban la Ciudad Financiera. Suspendidas como en el aire las letras del Grupo Santander te daban la bienvenida irisando encima de un rascacielos que alojaba la sede central del banco. K. rodeó el edificio buscando el emplazamiento de "Contorsam". Apenas se veía a nadie, todo estaba perfectamente ajardinado, impoluto, y repleto de parkings subterráneos. Moles de vista acristalada y huesos de hormigón armado le escudriñaban pasar como un insignificante alfeñique. Era la constatación faraónica del capitalismo esgrimiendo su poder omnipotente y omnipresente. K. caminaba por las aceras flamantes comparando su barrio con este presuntuoso despilfarro. "A estos las crisis se las trae al pairo", se dijo arqueando los labios. En los bajos de alguno de los mastodónticos edificios comprobó que muchos ejecutivos y directivos se machacaban en los gimnasios que las empresas ponían a disposición de sus empleados. Se detuvo para encender, al socaire de un templete ajardinado, otro pitillo y observar una guardería para los hijos de empleados. Los niños jugueteaban inocentes tras una cristalera con motivos infantiles. Una de las tutoras se acercó al ventanal mirando extrañada al intruso del exterior. K. echó a andar envuelto en humo gris deslavazado.

Como si fuese el hermano más pequeño de una numerosa familia, se encontró con la sede de "Contorsam". El logotipo de la empresa, burdo entre tanta exuberancia, parecía el cartel de un comedor de beneficencia. Ocupaba las dos primeras plantas de otro armatoste de la arquitectura empresarial. Un portero, vestido con un traje azul marino, pelaba la pava con un robusto vigilante de seguridad a la entrada principal y del parking. K. se apostó en el esquinazo del edificio de enfrente. En realidad había ido hasta allí con la única finalidad de rastrear el imperio boyante de Torcuato Samper. Sabía que acercarse hasta él era una idea peregrina y que preguntar podría levantar unas más que fundadas sospechas. Curioseaba acá y allá el movimiento de vehículos lujosos y a las mujeres y hombres acicalados que bajaban y subían de ellos. Fue en una de esas observaciones cuando la vio. El corazón pareció detenérsele unos segundos y los ojos se le abrieron de par en par. Salió del portal risueña acompañada por un tipo de mechones blancos que parecía deleitarla en extremo. Un chófer con gorra de plato les abrió la puerta del vehículo que esperaba en la entrada del edificio de "Contorsam" y los dos, en la parte trasera, salieron de la Ciudad Financiera.

K. tuvo que apoyar la espalda sobre el cristal del edificio para asimilar la sorpresa. Natalia Costán, la mujer de Mésio, saliendo de la sede de "Contorsam". Por unos instantes recordó su gesto adusto, sus palabras frías en el cementerio, su abrigo de paño ramplón. Poco tenían que ver con esa Natalia Costán que vio salir hacía unos momentos. Su abrigo de piel largo, su sonrisa complaciente, sus formas delicadas al entrar en el coche poco tenían que ver con aquella mujer esquiva y glacial. Pero era ella, estaba completamente seguro que era ella.