Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 25ª)

11 de xullo 2023

Lloviznaba. El cielo era una losa acerada encima del Cementerio Sur, bruñida y negra en la lejanía toledana. Un buen número de asistentes, donde predominaban los jóvenes deportistas, guardaba un respetuoso silencio en torno al ataúd. Cuatro operarios municipales trabajaban con la habilidad de la rutina metiendo el féretro en el acomodo. Luego, mientras un cura de pelo ralo y voz monótona repetía unas palabras gastadas, los operarios taparon el ataúd con ladrillos y una losa sin inscripción.

Los padres de Pazos, llorosos y pálidos, dijeron algo a uno de los operarios.

— Eso es cosa del marmolista -contestó el interpelado sin dejar el trabajo- No se preocupen, ya se pondrán en contacto con ustedes.

Baldomero y K., detrás de toda la comitiva, asistían discretos al triste evento.

— Juan, ¿hay algo más jodido que perder a un hijo?

Baldomero tenía el timbre temblón. Bajo su paraguas se le veía más cargado de espaldas, más viejo, quizá.

— Sí, perder dos.

— Estas de guasa. Claro, el polvo de ayer te ha puesto cachondo -contestó Baldomero mirando el perfil del otro- Antes en el salvaje oeste americano, por ejemplo, la muerte valía un pedo de puta, pero ahora todo ha cambiado por fortuna.

K. todavía se encontraba todavía en el paraíso de Cris y no le apetecía nada ponerse fúnebre.

— Con lo que te gusta a ti el Remington infalible de tu Eastwood sembrando cadáveres a diestro y siniestro.

— Joer, te pones de cachondeo cuando no viene a cuento. -dijo Baldomero, dejándole fuera de la cobertura del paraguas- ¡Bah, qué tendrá que ver la velocidad con el tocino!

Pero K. ya se fijaba en los dos Audis con las lunas tintadas que aparcaban a espaldas de los asistentes. Como era de esperar, don Torcuato se bajó de uno de los vehículos y fue escoltado por un hombre trajeado hasta la delantera de la concurrencia. K. recordó una de las escenas de la primera parte de El Padrino.

— Anda, mira. Ahí tienes al tiburón.

Dijo Baldomero que había seguido la trayectoria del cuello de su compañero.

El guardaespaldas que llevaba el paraguas para proteger de don Torcuato se afanaba para que no le cayera ni una gota de lluvia. Los otros tres esperaban fuera de los coches cobijados bajo la marquesina del bloque de nichos de enfrente. Don Torcuato tenía el rostro serio, implacable bajo su bigotillo fino, escudriñando el suelo en señal de duelo. Entre sus manos, cruzadas a la altura del ombligo, resaltaba un anillo grueso y dorado.

Terminó el cura su serenata. Los asistentes fueron despidiéndose dándoles las condolencias de rigor a los padres de Pazos. El padre, enfundado en un traje que parecía estallar en sus costuras, lagrimeaba asintiendo a las palabras que escuchaba. Su esposa estaba más entera: un rictus hermético que envolvía la rigidez de su cuerpo. Parecía más alta que su marido como si su mirada, elevada por encima de las cabezas de todos, fuese un escalafón. Tampoco parecía importarle lo más mínimo que la mitad de su ropa se estuviese mojando pues el paraguas que sujetaba él no llegaba a cubrirla.

La novia de Pazos, a la que buscó K. desde el inicio del acto, la encontró por fin entre el tropel cuando se disponía a darles el pésame a los padres. Iba acompañada por un joven de formas atléticas. Llorosa les dio la mano. Acto seguido se llevó la mano a la boca y se refugió en los brazos del joven.

K. se fue acercando a medida que los asistentes se iban marchando. Don Torcuato y el guardaespaldas se preparaban. Dejó atrás a Baldomero para no perderse nada del encuentro. Cuando apenas le faltaban unos metros, sintió una mano que sujetaba firmemente su antebrazo.

— Vaya, parece que tenemos las mismas aficiones.

Era el malencarado del restaurante Francachela. Le asía con poderío, mirándole con una mezcla de desafío y burla.

— Debe haber algún lazo invisible entre nosotros -dijo K. sin resistirse- Pero, mirándote bien la jeta, no veo la posibilidad.

De súbito, los pocos asistentes que quedaban lanzaron una exclamación. Todos se fijaban en cómo un sobre con billetes, por el que asomaban varios de cien euros, se mojaba tirado en el suelo. "¡Métase el puto dinero donde la quepa!", dijo con rabia la madre de Pazos. Tomó del brazo a su marido con un encorajinado orgullo y se dirigieron hacia el coche fúnebre que les esperaba.

— Vaya, siempre hay gente que no entiende las cosas.

Comentó jocoso el malencarado sin soltar a K.

Baldomero llegó para contarle algo, pero se dio cuenta de la situación.

— Y tú, abuelo, chitón y a jugar al mus en el hogar del jubileta.

Le dijo el matón poniéndose en medio.

Baldomero siguió la mirada de K. instándole hacia la novia de Pazos y a su acompañante que se perdían dirigiéndose a un coche rojo.

— Si que tengo partida -dijo Baldomero volviéndose- y de órdago a la grande.

La tarde oscurecía sobre los escasos asistentes que aún quedaban y que no pudieron despedirse del matrimonio Pazos. La lluvia arreciaba, una espesa cortina de agua segaba los bloques de nichos y los cipreses mustios, convirtiendo el sombrero de K. en un canalón caudaloso.

El malencarado soltó el brazo para ponerle las dos manos sobre los hombros. Con su mirada pétrea trataba de amedrentar.

— Mira, tocapelotas, si te vuelvo a ver merodeando en la órbita de don Torcuato no voy a ser tan amable, ¿entiendes? Esto es serio, muy serio, y te aconsejaría que este careto no volviera a cruzarse con el tuyo nunca jamás.

Le dio la espalda y se fue tras los suyos que ya se acercaban a los Audis.

Cuando K. fue a seguir a Baldomero alguien se le cruzó en el camino. Un tipo alto dio la vuelta a la solapa de su gabardina para enseñar una placa de policía. Junto a él, sujetando un paraguas, estaba otro hombre de similares características.

— Soy el subinspector Murriano, señor K. Él es el oficial Sanz.

K. hizo un gesto de forzada sorpresa.

— ¿Nos conocemos, subinspector?

— Y quién de la policía no le conoce después del asunto de hace unos años. Un poeta que se mete a detective Fue así. ¿Me equivoco?

K. prefirió dejar que la lluvia siguiera empapándole.

— Sólo le entretendremos unos minutos.

A lo lejos observó cómo Baldomero se metía en el coche rojo con los dos jóvenes.

— Pero podríamos ir a otro sitio donde no hubiera tantas goteras. Yo invito.

Dijo K. dando un paso hacia delante.