Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 24ª)

04 de xullo 2023

Tras silenciarse la presión del agua de la ducha, se escuchó el pestillo de la puerta del aseo. Cris se puso una camisola vaporosa encima de su cuerpo húmedo dejando entrever la contundencia de sus formas. Le sonrió desde el marco de la puerta del cuarto y le propuso unas birras. Cuando K. se quedó a solas, escudriñó con desánimo su pene. Cual cangrejo ermitaño, su miembro aparecía refugiado en una profundidad abisal. Su glande era un hundido ojo enrojecido que, avergonzado, se recogía indomable odiando el exterior. K. fumaba un cigarrillo, molesto con las rémoras de su edad, desnudo y recostado sobre el cabecero de la cama pero con el sombrero puesto. La colombiana le excitaba pero su cuerpo no iba en paralelo con las fantasías de su psique. "Otro gatillazo más, vejestorio”, le venía a decir su conciencia con una pizca de guasa. 

Después de comer con Baldomero, llamó a Cris. Ella se mostró muy efusiva cuando le propuso verse en un pub de la avenida de Oporto. Era su sitio que frecuentaban años atrás y que perduraba a pesar de que por el barrio apenas quedaban lugares de ese tipo. Ponían música caribeña, como a ella se gustaba (mover voluptuosamente las caderas y estallar la ropa entre pechera y trasera), y servían unos coloridos combinados que mareaban a los dos primeros sorbos. Hablaron del pasado, de los tiempos en que K. le compraba el tabaco en su estanco y quedaban de vez en cuando para pelar la pava, nunca novios, ni siquiera pareja fija, sólo rollete como mucho para fin de semana. Cris era muy buena oyente, hablaba poco, y era una idolatra de la vida sencilla sin complicaciones. "Una perfecta y adorable hedonista”, le decía K., rozándole los labios. La mayoría de las veces Cris era el antídoto perfecto para la tendencia hacia la melancolía de él.

Y aunque esa tarde lo fue en su inicio, la mezquina realidad acabó dejándole decaído.
— La birrita para este señol entoldado bajo el sombrero. -dijo la colombiana, tendiéndole un tercio de Mahou. 

Él trato de sonreír y le salió una mueca que se le atravesó en los labios.
— ¿No estarás mustio por lo que ha pasado, mi sol? -dijo ella, sentándose sobre el lecho y extendiendo sus piernas morenas frente a él- El cuerpo a veces no acompaña, mi amol. Pero sólo a veces, querido. Yo tampoco soy ya una niña.

Le miraba con dulzura enarcando las cejas y frunciendo sus labios carnosos. Puede que hubiera cumplido la cincuentena, tal vez se acercase a los sesenta, pero su cuerpo estaba firme todavía y su mente ligera y sin atascos.
— Vive el momento sin compararlo con antes ni con más talde. Me lo decía un tipo listo que conocí en Barranquilla, en el carnaval, cuando trabajaba de mesera en un chiringo playero. 

Le contaba Cris divertida y soñadora como casi siempre. Abría de par en par sus ojos negros y sonreía para sí como si las palabras le abrieran un paraíso frente de ella, asequible y visitable
— Si con alguien tuve que amarrarme fue con ese hombre. Tenía plata y una exquisitez para todo fuera de duda. Era un dandy pero sin remilgos, ya tú sabes ¡Ay, chica joven que quiere ser libre siempre! Y, ves, nunca me casé ni tuve relación sostenida. 

K. escuchaba sus palabras encantado. Aquella mujer le devolvía la fe aunque estuviese en horas bajas. Creías en lo que fuera oyendo su meloso hablar.
— Es un placer creerte aunque sólo sea por un rato -dijo K. rozándole el muslo con el envés de su mano.
— Bueno, es que a ti no se te va el viento de escribidor, -contestó Cris señalándole burlona e insistente con el dedo- por mucho que digas que ya no lo eres. Intuyo que si tomaras las cosas tan a la ligera como yo te parecerías un bobo, una cabecita hueca que nunca podría escribir ni una línea a derechas. ¿Me pillas?

K. soltó una escueta sonrisita.
— Ves. Eres precavido hasta para reír. Pero me caes bien, mi amol. Ya tú sabes que, en el fondo, eres loving y nunca, nunca, pides de más. 
— Un fruto pocho -dijo K. con exaltada afectación- No volveré a dejarte que me traigas a tu casa.

La colombiana saltó sobre la cama para ponerle las manos sobre el pecho. K., sobresaltado, derramó el cenicero sobre la moqueta.
— ¿Cómo es que dices eso? ¡Serás guayabas! Yo te pongo chévere cuando esta hija de la madre que la parió lo quiera. ¿Entendido? Si me empeño en gallinacear me busco a un cualquiera. Tú no eres fulano. ¿Capiscas lo que te digo, tonto del culo?

El canal de los pechos de ella estaba a escasos centímetros de la nariz de K. Sus tetas se bamboleaban dentro de la camisola rozándole el mentón. Sintió un latido lejano en la entrepierna como el cosquilleo de una exhalación. Luego Cris le besó tibiamente en los labios.   

El embrujo que le procuró la colombiana le llevaba en volandas cuando decidió volver a la pensión andando. Recorría la noche andando por las aceras de Camino Viejo de Leganés sin más compañía que el resonar de sus pisadas. Pero se encontraba bien, lleno de energía, sin que existiera día o noche, frío o calor, blanco o negro, como si Cris le hubiera insuflado la vocación de una juventud tardía que parecía agrandarse a medida que cruzaba semáforos en rojo y atravesaba luces mortecinas de farolas. Había conseguido olvidarse de sí mismo y hallar otro K. que fluctuaba en algún lugar recóndito con tan sólo 33 centilitros de cerveza. Apenas se cruzaba con nadie, era domingo de madrugada y el silencio guardaba los peores vaticinios del lunes para los durmientes trabajadores. Pero la soledad le ayudaba. Cuando acometió la cuesta de la Avenida de los Poblados sintió la falta de resuello, escupiendo con rabia el pitillo colgandero de la boca y despojándose del sombrero, sin embargo fue algo pasajero, una macula que no ensombreció su estrenado talante adolescente. Aquella mujer, a pesar de fracasar en su relación sexual, le hizo sentirse querido, deseado incomprensiblemente después de mucho tiempo, y eso se reflejaba en su andar erguido y en su mirada altiva, pendiente de cualquier estrella del firmamento, aunque no se distinguiera ninguna en el cielo encapotado de la noche, que rutilaba al compás de los ojos negros de ella. Al entrar en la pensión, ni se inmutó con los comentarios censuradores de la señora Hilaria tras la puerta de su cuarto. Se desnudó, bebió un abundante trago de agua y se obstinó con un sueño en una cama enorme con una mujer de cuerpo escultural y suspiros con deje caribeño.