05 de xuño 2019

El verano pasado fui a almorzar, bien acompañada, a un restaurante situado en una de las plazas más bonitas de Pontevedra, que me trae siempre bonitos recuerdos. Llegábamos un poco tarde sobre la hora habitual de comidas y no teníamos reserva, así que tuvimos que esperar con un pincho y un vino a que quedase libre alguna mesa.

Cuando uno va con apetito, esperar turno para comer es peor que hacerlo en la sala de espera del dentista. Se intenta aparentar que no pasa nada, que lo llevas bien, pero la impaciencia te sale por los ojos. Se activa en el cerebro humano ese mecanismo tan espantoso que te obliga a hacer justo lo contrario que se debe hacer (en este caso, mirar fijamente una mesa ocupada) y el cortisol que generas sin darte cuenta hace que gires la cabeza en dirección contraria como si tuvieses un esguince cervical-. Tu acompañante, que no es de piedra empieza a mostrar síntomas de estar pasando por el mismo trance y notas como la conversación va decayendo.

Miras lo que ha quedado del pincho y de la copa, la plaza con sus escudos y sus árboles, miras al encargado, a los camareros y hasta a las gaviotas que intentan hacerse a toda costa con un trozo de comida- lo mismo que quieres hacer tú- y te sorprendes rezando para que haya un médico en alguna mesa y le llamen para atender un parto que se haya adelantado justo para ese momento.

Cuando la imaginación acaba por agotarse de tanto usarla, comienzas acusar el tiempo que has pasado de pie y terminas mirando a los comensales con antipatía, como si fuesen culpables de todo lo malo que te pasa en la vida y a fijarte en detalles pequeños, preguntándote si el plato que tienen en la mesa será el primero o el segundo, si están ya tomando postre, si están fumando o han pedido café, cosas que, cuando estás en tu sano juicio, no te importan en absoluto.

Estando inmersos en ese estado de ave de rapiña al acecho, vimos que en una de las mesas habían aparecido los postres y nos miramos con el alivio de quien se descalza por fin un zapato apretado y, justo cuando nuestra expresión había perdido el rictus de amargura, y volvíamos a pensar que la vida tenía al fin algún sentido, los ocupantes de la mesa, en lugar de ponerse a comer - lo habitual hasta hace poco- cogieron sus móviles y empezaron a fotografiar los postres. Primero solo los platos y luego a ellos mismos con los platos. Así, foto va, foto viene, estuvieron un buen rato.

Todo el que sea de la generación A.S. (antes de los selfies) entendería que en ese momento nos hubiésemos caído redondos si no fuese porque la edad te concede una resistencia que ni tú mismo te esperas.

Este fin de semana pasado, como la vida da muchas vueltas, éramos nosotros, con nuestra inseparable perrita a los pies, los que disfrutábamos sentados a la mesa de un restaurante del vecino y precioso Cambados. Había estado charlando, antes de que nos sirviesen, con otra pareja que estaba sentada en la mesa justo detrás de la nuestra porque mi perra se empeña a veces en saludar a aquellas personas que no conoce de nada pero que le resultan simpáticas. Iba a disculparme por esa costumbre suya que no tiene por qué ser siempre bien recibida cuando los dos la recibieron de forma tan cariñosa que, agradecida, acabé enfrascada con ellos en una conversación tan animada que mi acompañante conociéndome como me conoce, aprovechó para ir a conocer el interior del restaurante.

Acabando ya de comer, cuando nos estaban sirviendo el postre, llegó una pareja y, viendo que estaba todo ocupado, preguntó al encargado cuánto tiempo tendrían que esperar para conseguir una mesa y, aunque no oí la respuesta, sé que les habría dado tiempo a recorrer el maravilloso casco viejo de Cambados y volver. Se quedaron allí por un momento, plantados, como habíamos estado nosotros en Pontevedra, pensando si irse o quedarse y seguramente a punto de pasar por el mismo estado de frenesí solidario con las gaviotas que tan bien conocemos. Entonces, la pareja que anteriormente había sido tan comprensiva con el saludo canino del que había sido objeto, se dirigió a ellos y les dijo - No se preocupen. Nosotros ya hemos terminado; vamos a pagar y pueden quedarse con nuestra mesa-

Esta muestra de amabilidad viene siendo tan escasa que dejó a quienes esperaban entregados de agradecimiento, a mí con ganas de pedirles el número de teléfono y decirles, como en el colegio, que quería ser su amiga para siempre, a mi compañero sonriendo de oreja a oreja y a mi perra- aunque esto último no podría jurarlo- moviendo el rabo de alegría y admiración.

La inteligencia por sí misma no aporta nada a la convivencia si quien la posee solo la utiliza en beneficio propio; es la amabilidad que nace de la consideración hacia los demás y de la capacidad para ponerse en el lugar del otro para poder ayudarle, lo que marca la diferencia en el carácter humano. La amabilidad es la expresión práctica de un buen corazón.

Con razón Sara, la hija de mi mejor amiga, cuando tenía unos cuatro o cinco años y le explicaron en qué consistía ser amable, se quedó tan encantada que, si una persona le gustaba, le hacía saber inmediatamente que le parecía muy amable. Fue su palabra favorita durante mucho tiempo.

Con razón Nora, mi perra, quiso saludar a la pareja que más tarde, sensible a una necesidad ajena, cedería su mesa sin entretenerse más de lo necesario.

Los niños y los animales son los que saben reconocer lo verdaderamente valioso.