12 de xullo 2023

Vivimos como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas, pendientes siempre del reloj, encadenando una tarea con otra sin ser plenamente conscientes de ninguna.

 

No solo la conciliación para cuidar de los hijos se hace imposible.

 

Corremos para poder compatibilizar el trabajo con la atención que requieren las personas mayores o dependientes, para darles a nuestros animales de compañía el cuidado que necesitan, para poder cuidarnos nosotros.

 

Una cita médica se ha vuelto una pieza tan complicada de encajar que nos rompe el puzle diario. Como consecuencia, si caemos enfermos, volvemos a trabajar mucho antes de habernos recuperado del todo. Los niños van al colegio con fiebre porque no hay nadie en casa para cuidarles y las guarderías se ven desbordadas atendiendo en ocasiones a niños enfermos a los que sus padres han llevado porque ellos no pueden faltar a su trabajo.

 

Los abuelos son los que en gran parte terminan asumiendo el cuidado de niños muy pequeños. Abuelos algunos a los que, por razones de salud o de edad, no debiera corresponderles ya esa labor. Desde luego no durante una jornada laboral entera.

 

En otros casos no queda más remedio que contratar a alguien que cuide tanto a niños como a mayores, con una constante sensación de culpa por no poder estar con ellos el tiempo suficiente.

 

Por lo que se refiere a los pequeños, se recurre también a los Planes Madruga, durante el curso lectivo, o a las ludotecas, en vacaciones porque las de los niños no coinciden con las de los padres. Como resultado, tanto niños como padres terminan agotados. Los niños porque no descansan las horas que necesitarían para su edad y los padres porque entre su trabajo, e ir a llevar y traer a los niños de las actividades, viven en un stress permanente.

Si viven lejos del centro de las ciudades la mitad de la vida de unos y otros transcurre dentro de un coche.

En medio de este kaos, no resulta raro que estén muriendo niños olvidados precisamente donde pequeños y mayores pasan tanto tiempo: en los coches.

Es tal la exigencia de la vida laboral, que la vida - la de verdad- se pasa sin disfrutarla.

 

No es único el caso, tristemente conocido esta semana, de la madre de Porriño que sufrió un olvido fatal. Hace solo tres años a un padre le sucedió lo mismo en circunstancias muy parecidas, en Madrid. Y a un abuelo, en el 2020, en Manacor. En 2009 sucedió otro accidente prácticamente igual al de Porriño, en Leoia (Vizcaia); en 2008, dos casos más en Sevilla y Olot (Girona), y en 2007, en Jávea.

También en Italia, el pasado mes de junio, otro padre, otra familia, tuvo que pasar por lo mismo.

 

No son casualidades, son causalidades del gran fraude del supuesto Estado de Bienestar. Las muertes de estos niños deberían avergonzarnos colectivamente

En lugar de culpar a sus padres por un descuido y añadir más dolor al que ya tienen, tendríamos que tener en cuenta el contexto social en el que ocurre, que es también el nuestro.

 

A eso niños les hemos fallado todos, quienes gobiernan porque han tirado la caña y los ciudadanos por haber mordido el doble anzuelo: el del consumo y la producción continua como si no hubiese otra manera de vivir.

 

Hemos fallado, porque seguimos viviendo para trabajar en lugar de trabajar para vivir, con sueldos cada vez más bajos y el precio de la vida cada vez más alto.

 

Porque dejamos que quienes gobiernan nos asfixien con impuestos que no revierten en mejores servicios, si no en las carteras de los propios gobernantes que, por no respetar, no respetan ni nuestro voto, jugando con él gracias a una ley que permite pactar sin que prevalezca la lista más votada.

 

Hemos fallado, porque permitimos que el Estado nos haga cada vez más dependientes de él y de sus decisiones, que asfixie la iniciativa privada, que no pensemos en mantenernos a nosotros mismos porque ya llega con las pagas que nos dan, a modo de limosna. Porque han hecho la vida imposible para el autónomo.

Alguien independiente es ingobernable y, por tanto, peligroso para un sistema que solo favorece a quien lo dirige.

 

Quienes nos gobiernan y quienes tienen la opción de hacerlo, especialmente en España, no son políticos reales. Son agitadores sociales. En lugar de traer paz a una sociedad cada vez más polarizada, han hecho del refrán "a río revuelto, ganancia de pescadores" su verdadero lema de campaña. La Política ha dejado de ser considerada como lo que es, una ciencia, necesitada de personas que la ejerzan de manera ejemplar, incluso sacrificada a veces para que logre su objetivo: velar por los intereses del ciudadano.

 

Se han tomado tan a la ligera la enorme responsabilidad que supone gobernar, que los mítines son una mezcla de las finales de la Champion, con el ganador agarrando el bastón de mando y sus seguidores haciéndole pasillo, y una sesión del Club de la Comedia, desprovista de ingenio, donde lo que interesa es quien da el mejor titular para la prensa, quien se saca de la manga el insulto más rastrero, quien da el golpe más bajo. Van a lucir su ego, sin trasfondo, sin alternativas, sin planes, sin proyecto político y lo que es peor: sin proyecto económico.

 

 

Hemos dejado que las medidas sociales, pregonadas a bombo y platillo, como la ley del Solo sí es sí aunque bienintencionadas, hayan sido creadas y aplicadas de manera tan chapucera que han causado más daño que el que pretendían curar y hayan monopolizado la toma de medidas políticas, sin dejar espacio para buscar soluciones a una realidad económica vergonzosa, que tiene que rendir cuentas con Europa por no haber manejado bien los presupuestos.

 

Tampoco los medios de comunicación se libran; forman parte de la orquesta. Han dejado a un lado la imparcialidad y han hecho de los micrófonos, y las pantallas, instrumentos al servicio de su amo, para sembrar más cizaña y ahondar la brecha que separa la derecha de la izquierda, recordando el pasado desde la perspectiva del rencor.

 

Nos han engañado, porque cada vez trabajamos más para ganar menos y vivir peor, creyendo además que lo hacemos por nuestro bien y el de las futuras generaciones, creándonos constantemente necesidades nuevas cuando aún no hemos terminado de satisfacer las anteriores.

 

Como ejemplo valga la salida al mercado, aprovechando desgraciados accidentes, de un "dispositivo anti olvido de niños" que consiste en un sensor que se coloca bajo la sillita y se conecta vía Bluetooth al llavero del conductor. Cuando éste se aleja del coche y el niño sigue en la silla, suena una alarma.

En lugar de modificar los horarios laborales para aumentar el tiempo de descanso que reduciría los olvidos, las empresas ofertan un artilugio que avisa de los olvidos, en una rueda de consumo interminable.

 

Nos dirigen incluso cuando nos atrevemos a protestar. Las manifestaciones son organizadas casi siempre por colectivos afines a uno u otro partido político; no salimos a la calle más que cuando nos convocan, porque no tenemos iniciativa propia y acabamos formando parte de una marea sectaria.

Ni una pandemia mundial ha servido para cambiar el orden de las cosas. De aquel horror, no tan lejano en el tiempo, ya nos estamos olvidando.

 

Se están muriendo niños y sus muertes son, además de una tragedia inmensa, un síntoma inequívoco de una sociedad enferma.

 

El 23 de este mes hay elecciones generales. Los candidatos de uno y otro bando no merecerían más que una abstención masiva, histórica. Iremos a votar, sin embargo, porque es el único recurso legal que nos dejan, no porque estemos convencidos de que las cosas van a cambiar.

 

 Aun así, mantenemos la esperanza de que lo hagan, porque nos gusta vivir y queremos hacerlo de la mejor manera posible; porque se lo debemos a quienes han pagado con su vida los errores de todos, a quienes han peleado por lo mismo antes que nosotros y a las generaciones que vendrán.