Kabalcanty
Un simple andariego (1ª parte)
Se bajó del bus y se detuvo para abrir su paraguas y resguardarse de la inclemente solanera. Las personas que se bajaron tras él esquivaron su parada lanzándole miradas de reproche al tiempo que caminaban ajetreados hacia el centro de la urbe. Él tiró de su inmundo carrito de compra y con la otra mano sujetó el paraguas. Tenía una especie de mueca sonriente en el rostro y un tic en el cual elevaba las cejas un par de veces a mucha velocidad. Se detuvo en un semáforo. Escudriñó el escaso tráfico de la avenida (era el mes de agosto y en esa ciudad, donde el calor se hacía insufrible desde unos años atrás, la mayoría estaba de vacaciones) y se rascó la cabeza dilucidando qué calle tendría que tomar. Cuando se puso el indicador en verde, avanzó hasta la otra acera. Se detuvo frente a una tienda de licores y frutos secos cuyo dependiente, de origen oriental, fumaba distraído en la puerta del negocio.
— ¿Tal vez usted podría decirme si esta es la ciudad?
Le preguntó al fumador con un deje torpe.
Parecía costarle encontrar la palabra adecuada, pensaba unos segundos antes de pronunciar la siguiente palabra. Después miraba fijamente al interpelado esperado con ansiedad la respuesta.
— ¿La ciudad? -contestó el oriental encarándole con desdén- Si quiere algo de beber pídalo y si no siga su camino, tío payaso.
Luego lanzó la colilla con brusquedad hacia el bordillo y se metió en la tienda.
Siguió caminando, con su carrito y su paraguas en ristre, hasta un puesto de fruta. Cajas de manzanas, peras, plátanos y melocotones se apelmazaban en una muestra lindante con la acera. El negocio no presentaba un aspecto aseado, así como su vendedor que se cortaba las uñas sin pudor al lado de las cajas.
— Anda, tira para donde te dé la gana y no molestes con cuestiones gilipollas.
Dijo el frutero para contestarle a la misma pregunta de antes.
Poco antes de que él hubiera doblado la primera esquina de la avenida en dirección centro, se acercó a la frutería un hombre de mediana edad vestido con una llamativa guayabera.
— ¿Conoces al preguntón? -dijo, saludando con un gesto al dependiente.
— ¿Yo? Para nada. Creo que está tan pallá como un pollo sin cabeza.
— Yo sé quién es. - añadió el hombre de la guayabera- Anda de barrio en barrio con esa pinta de guarro y esas preguntitas de bobo.
— En eso tendrían que invertir los presupuestos municipales: en loqueros y manicomios.
— O el Estado y no gastarse los presupuestos en engordar los sueldos de los ministros.
— Quien sea, Valentín, quien sea. -contestó molesto el frutero. Un pedazo de uña se catapultó hasta la manga de la guayabera- No hay derecho a que anden sueltos molestando a los demás.
Había tomado la bocacalle con su andar lento, titubeante. Estaba metido en carne, desbordada en su camiseta de tirantes y su pantalón por debajo de la rodilla. La parte visible de las piernas estaba amoratada con los tobillos cubiertos por una gasa renegrida que tendía a desajustarse. Una calva en herradura dejaba paso a una pelambrera rizosa y abundante que colgaba tras sus orejas.
Hizo ademán de preguntarle a un viandante, pero la evidente prisa de este le hizo desistir quedándose momentáneamente parado junto a un concesionario de vehículos de alta gama. Observó los coches expuestos tras la cristalera y luego curvó los labios antes de que su paraguas topara con el escaparate. Eso pareció avergonzarle y anduvo unos metros hasta dar con un agente del orden.
— Pero ¿cuál es la ciudad que busca, caballero? -dijo el policía, deteniéndose de hito en hito en el aspecto de quien le preguntaba.
Procesó la respuesta durante varios segundos al tiempo que giraba su paraguas al son de su muñeca.
— La ciudad que busco es diferente……. Mucho mejor que la que he conocido antes.
Su respuesta le procuró tal satisfacción que sonrió de buena gana mirando el rostro hosco del policía.
— Pues esta ciudad, caballero, es la que es con sus pros y sus contras. Supongo como todas las del mundo. Tal vez se dice que las de los países nórdicos son…… Pero yo creo que, al final, todas cojean del mismo pie.
Él asintió sin convencimiento, con resignación, como si esa no fuera precisamente la respuesta que esperaba.
Le preguntó de nuevo al agente si había cerca un "Duppys" (una franquicia de comida económica muy extendida por la ciudad).
— Claro, siga usted de frente y doble a la izquierda en la cuarta calle. No caminará más de cien metros para toparse con el sitio. De todas formas, se ve a la legua.
Allí se dirigió con su osamenta pesada. Se detuvo en varios escaparates. Le llamaba la atención casi todo, sobre todo los colores llamativos fueran de ropa, libros, comida, utensilios, muebles. Digo muebles ya que se quedó admirando un armario ropero en el que las puertas estaban decoradas con pétalos de flores. Los colores, estridentes, sencillos, como diseñados para niños, deslumbraban sus ojos hasta abrirlos en una expresión pueril. Tocaba el cristal del escaparate tratando de acariciar los pétalos y golpeándolo con las varillas del paraguas. Tuvo que intervenir un empleado de la tienda para advertirle.
— Perdón, no quería molestar.
Contestó abochornado mientras sus mejillas se sonrojaban.
Como le indicó el policía, "Duppys", con su despampanante letrero amarillo, se veía de lejos al tomar la cuarta calle a la izquierda. Aceleró el paso, si es que su lerdo maratón merecía ese título, porque vislumbró la típica fila del local alargándose por la acera. Se incorporó sudoroso, sonriendo a la mujer que le precedía en la cola.
— ¿Es buena la comida en este "Duppys"?
La mujer le dedicó media sonrisa asintiendo varias veces.
— Si esta es la ciudad que busco, este sitio tiene que ser el mejor lugar para comer. ¿No le parece?
Era una mujer mayor, tal vez setenta años, que iba demasiado abrigada para el calor de agosto. Vestía andrajosamente y movía sus sarmentosas manos cada vez que abría la boca.
— No sé si tiene algo bueno esta jodida ciudad -dijo la mujer encogiéndose de hombros-, pero lo que le aseguro que este sitio es el más barato que puede encontrar por aquí. La comida es mierdosa pero puedo permitirme venir un par de veces por semana.
"Ah", se limitó a decir él.
La anciana, a tenor de su cara complacida, la cual se arrugó como una bola de papel cebolla, debió considerar la respuesta como empática y se retocó el flequillo que sobresalía bajo su gorro de lana.
— ¿Me deja protegerme de este puto sol bajo su paraguas? -preguntó la mujer incrustándose entre el carrito y él.