Hace ya muchos años que reconocí saborear el amargo aroma de mi propia vulnerabilidad. Nada más nacer mi primer hijo me sumí en un estado de pánico recurrente al pensar que pudiese dejar de respirar. Un miedo libre que, ni deseado ni incentivado, me hizo disfrutar de mi recién estrenada maternidad con cautela y en un permanente estado de alarma poco enriquecedor. Mi propio desasosiego sin duda se lo trasmitiría sin querer a la persona que más amaba en el mundo.
Muchos años después, en el pueblo de Wallmara a poco más de ochenta kilómetros de la capital de Etiopía, Addis Abeba volví a reencontrarme con mi propia fragilidad. Nos habían avisado de todos los inconvenientes con los que nos podíamos encontrar durante nuestra estancia, ya de por sí entendibles al decidir viajar a uno de los países con más pobreza del mundo, pero una de las cosas que más me chocaron en ese momento, por no entender bien para qué era necesario, es que debíamos llevar alcohol desinfectante de manos. Y pronto entendería su uso. La primera vez que entré en el aula Canguro pensé que me iba a desmayar. Nuestra misión consistía en llevar material escolar: pinturas, cartulinas, juguetes y cuentos para niños de entre tres y cuatro años, enseñarles algunas frases y palabras en inglés e intentar hacerles la vida un poco mejor durante nuestra estadía. Muchos de ellos presentaban un aspecto lamentable; se les veía desnutridos y abandonados.
Algunos mostraban llagas que les recorrían todo el cuerpo o unos ojos vidriosos que mostraban múltiples infecciones. Y todos estaban cubiertos de tal cantidad de moscas que ni se molestaban en espantarlas. Varios llevaban la palabra SIDA tatuada en el rostro. Me pasé los dos primeros días obsesionada con aquel gel "purificador" de tal manera que se me cuartearon las manos ya durante las primeras horas. Afortunadamente, mi miedo y por ende mi vulnerabilidad, me duró lo justo. Uno de los niños con peor aspecto (he de confesar que el que me hacía sentir más pánico) agradecido por entregarle un juguete me cogió de la mano varios minutos. No pude apartarla a pesar de tener que controlar mi propio impulso. Al poco rato de ese episodio, sentí que el miedo se desvanecía poco a poco, hasta que pronto me encontré abrazando y besando a todos y cada uno de aquellos maravillosos pequeñuelos de aquella aula Canguro. Es más, pude comprobar que ese miedo era mutuo, pues esos niños tampoco habían visto nunca una mujer rubia y el tener los ojos verdes, por lo visto, era símbolo de brujería, así que cada vez que los abría mucho escapaban de mí como si fuese el mismísimo demonio.
Y es que son demasiadas las personas que llevan este confinamiento sintiendo un temor o angustia poco justificado. Pues no hablo del temor por los seres queridos o por saber cómo afrontarán sus vidas a partir de este fenómeno. O por los que sienten una profunda angustia al desconocer qué pasará con sus trabajos o con sus negocios. O por la falta de creatividad o de adaptación de algunos a estos tiempos que parecen escurrirse entre los dedos.
Hablo del miedo al absurdo. El que te incita a dejar notas en el portal de tu edificio alertando de un posible "contagioso" (notas anónimas que jamás nadie debería tener que leer y menos en estas circunstancias). O del que denuncia al vecino que sale demasiadas veces a sacar al perro. O al que insultan o graban porque sale a pasear demasiado a menudo. El miedo es libre y caprichoso, pero la poca empatía que demuestran algunas personas en estos casos es de una crueldad inimaginable. Muchos confirman que nada cambiará cuando regresemos a la normalidad tras este ostracismo improvisado. Sólo espero que a alguno de estos nuevos vulnerables, alguien también los coja de la mano cuando tengan miedo. Porque debe de ser una verdadera mierda vivir así.