La legislación vigente sobre la protección integral de las víctimas del terrorismo, especialmente en el contexto español, define claramente a las personas que tienen derecho a recibir el reconocimiento y amparo por parte del Estado. Según esta normativa, las víctimas directas, ya sean fallecidas o afectadas por daños físicos o psicológicos, y sus familiares cercanos tienen derecho a una serie de beneficios y ayudas destinadas a paliar las secuelas de su tragedia. No obstante, a pesar de los esfuerzos normativos, hay una dimensión que a menudo queda al margen del debate social: las víctimas indirectas, aquellas que, sin haber sufrido el ataque en carne propia, viven con sus efectos de manera igualmente dolorosa.
Esta reflexión no pretende restar legitimidad a los derechos de las víctimas tal y como la ley los reconoce. Sin embargo, me parece oportuno abrir el enfoque para comprender que el impacto del terrorismo va mucho más allá de sus daños inmediatos. Las víctimas del terrorismo, en sentido amplio, incluyen también a aquellas personas cuyo entorno social, familiar y laboral se ve trastocado de manera radical tras un atentado. Compañeros de trabajo, amigos, vecinos y la propia comunidad viven con las cicatrices de la violencia terrorista, soportando el peso emocional de la pérdida, la inseguridad y, en algunos casos, la desconfianza generalizada.
Los compañeros de trabajo de las víctimas, por ejemplo, suelen experimentar una angustia profunda, que puede derivar en una disminución de su bienestar laboral y personal. Muchos de ellos deben enfrentar el trauma de haber compartido su día a día con una persona que fue brutalmente arrebatada por la violencia. Este sufrimiento, aunque a menudo invisible, merece ser considerado. Ellos no solo perdieron a un compañero, sino que también ven cómo su espacio cotidiano, el entorno en el que se sentían seguros, se transforma en un escenario de miedo e incertidumbre.
Otro grupo que merece atención son aquellos ciudadanos que, sin haber sido alcanzados directamente por el terrorismo, se sienten profundamente contrariados al observar cómo algunos sectores políticos, a día de hoy permiten, e incluso alientan, la presencia en las instituciones de aquellos que no solo han justificado históricamente la violencia de ETA, sino que, en algunos casos, continúan manifestando simpatía hacia la organización. Para estas personas, la impunidad percibida y las prebendas políticas que reciben ciertos colectivos que apoyan o han apoyado al terrorismo son una fuente constante de indignación. El ver a estos grupos participar activamente en la vida democrática genera una contradicción insalvable para quienes vivieron bajo la sombra del terrorismo: ¿cómo es posible que aquellos que antes defendían las armas ahora puedan gobernar?
El daño social que el terrorismo ha infligido a la sociedad española no se limita a las víctimas directas ni a sus familias más cercanas. Hay una herida colectiva, compartida por todos aquellos que han tenido que reconstruir sus vidas en un contexto de violencia e inseguridad. Las tensiones sociales que genera el retorno de ciertos colectivos a la vida pública son una muestra de que el impacto del terrorismo sigue vivo, mucho después de que las armas hayan sido depositadas.
Así, se hace necesario ampliar la definición de víctima, no desde un punto de vista legal —que debe seguir centrado en las personas directamente afectadas—, sino desde una óptica moral y social. Entender que el terrorismo deja una huella profunda en el tejido social nos permite abordar con más claridad las necesidades de un país que, aunque ha logrado erradicar la violencia terrorista de su vida cotidiana, sigue lidiando con sus consecuencias.
El reconocimiento de estas víctimas indirectas es, en última instancia, un acto de justicia y empatía. Las sociedades que han sufrido el azote del terrorismo deben cuidar no solo a quienes han sido golpeados físicamente por sus efectos, sino también a todos aquellos que, de una u otra manera, viven con sus consecuencias emocionales y sociales.
Esta interpretación busca dar visibilidad a las víctimas indirectas, aquellas que, sin estar en el epicentro de la tragedia, también sufren las secuelas del terrorismo. No podemos ignorar el sufrimiento de quienes ven cómo sus entornos sociales y laborales se desmoronan tras un atentado, ni de quienes, desde la distancia, observan con indignación el avance de ciertos sectores en la vida política. Porque el terrorismo no solo afecta a quienes mueren o resultan heridos; afecta a toda la sociedad.
Con esta opinión no pretendemos reverdecer las heridas causadas por el terrorismo, que fueron muchas y profundas. Nuestro propósito es reivindicar el respeto debido a las víctimas, directas e indirectas, y poner a cada uno en el lugar que le corresponde. Es crucial que, como sociedad, no olvidemos el dolor vivido, al mismo tiempo que garantizamos que aquellos que han sido cómplices o defensores de la violencia no obtengan ni privilegios ni impunidad en nuestras instituciones democráticas. Recordar y respetar es, en definitiva, un ejercicio de justicia y dignidad.