Llevaba muchos años llorándote. Preparándome quizás por lo que más tarde o más temprano seguro pasaría. Lloraba mientras me duchaba y así mis lágrimas apenas se distinguían del resto de gotas de agua que empañaban mi rostro.
Me imaginé una y mil veces tu despedida; con mucha gente, muchos amigos y música clásica. Quizás elegiríamos la ópera Cavalleria Rusticana de Pietro Mascagni para que sonase en la iglesia mientras se entremezclaban débiles sollozos entre los oboes, clarinetes y el arpa de esta emotiva pieza que tanto te gustaba.
Mucha gente nos abrazaría al encontrarnos entre la multitud de conocidos, vecinos, familiares y amigos que tantas veces pudieron disfrutar de ti y conscientes de cuánto te iban a echar de menos a partir de ahora. Relatando lo mucho que les habías aportado y lo poco que te costaba entregarte en cada ocasión.
Para ti eran actos nimios, pero llenos de tanto amor y ternura que día a día te convertías en un tipo muy especial. Y hacías que cada día fuese eso, especial. Y sin pedir jamás nada a cambio. Siempre dispuesto, siempre atento, siempre tan tú. Siempre en paz. Y esa paz que trasmitías era tu gran don, tu mayor tesoro.
"El abuelo es feliz haciendo felices a los demás" sentenció en una ocasión su nieto Yago, que sigue su ejemplo con una naturalidad pasmosa. Hace apenas unos días en la cama del hospital me dedicó un "María, no cambies nunca", pero es que no querías que nadie lo hiciese.
Me imaginaba el vacío que dejarías después. Me imaginaba cuánto echaríamos de menos que alguno de tus hijos postizos (más de cien) llamasen a la puerta de Echegaray preguntando por "father" para traerle unas pipas y disfrutar viendo un partido.
Imaginaba cómo sería hasta hoy, pues ya con el alma desgarrada y con la pieza de Pietro de nuevo sonando, aprendo a no imaginar un mundo sin ti.