Llevaba más de una hora dando vueltas con el coche por la zona nueva de Carabanchel ya que no se especificaba el lugar concreto, según vio en las notas del móvil de Robert, donde residía K. "Hay que ser gilipollas para dejar que te llamen así", se dijo Myers yendo de camino. "Con ese careto de momia, el sombrerito y que, encima, te llamen K. tienes todas las papeletas para ser el payaso del año. ¡Valiente cabrón metomentodo!" Antes de dar vueltas y más vueltas por la avenida de La Peseta y calle adyacentes, a Myers se le comían las ansias por dar con K. para "abrirle en canal". A medida que se acercaba a la barriada, la sangre se le iba envenenando todavía más. No pensaba que acababa de matar al que consideraba su mejor amigo, no, su instinto criminal le desbordaba cegándole. Sentía el arrebato atenazándole las manos sobre el volante, pisando el acelerador con furia, maldiciendo a quién se le cruzara por delante. Todo en él era saña desmedida, arrojo iracundo, fuerza descontrolada que necesitaba saciarse cuanto antes. Le ocurrió cuando vio el cuerpo tendido, inerte, de Robert. La sangre brotando incontrolada tras su cabeza le llevó al mar de la revancha, una venganza que necesitaba la inmediatez de alguien a mano. Una víctima que purgara su avidez y que, al tiempo, le amnistiara de su asesinato. Era ese K. quién le propulsó para matar a Robert, era la jodida sociedad de mierda la que le impulsaba al descontrol. No sabían nada de él pero se metían en su vida para fastidiarle, para no dejarle en paz y sacarle de sus casillas. "No soy culpable, soy el herido que desea curarse y para curarme tengo que matarlos a todos. ¡Hijos de puta!", pensaba alterado, mirándose de refilón en el espejo retrovisor.
Ahora, mientras sentía el ahogo apretándole el pecho y el viento frío de la tarde agonizante segándole los pulmones, perseguía a Baldomero. Le vio doblar la esquina hacia la calle Parque de Garajonai y eso, al perderle momentáneamente la pista, le hizo redoblar el paso. Comprobó que su inseparable cuchillo seguía alojado en el bolsillo de la cazadora de cuero de Robert y sintió un grado de tranquilidad. Al acariciarle por encima de la tela del bolsillo, con una delectación que le hizo aflojar el paso unos instantes, sintió el aplomo de la seguridad como un trance que le devolvía el sosiego. Tomar por el mango el cuchillo, confianzudo, escuchando su resuello palpitar en las sienes, y hundirlo en la carne trémula del contrario. Una sensación de poder inexplicable, siempre placentera, divina. Todo un proceso para calmar su sed de venganza y regresar al remanso de la vida. Pero antes, deben pagar. Deben devolverme lo que me deben. "Y si no mato a ese fantoche de K., lo mejor será morir", pensó cuando vislumbró a Baldomero parado charlando con alguien.
Estaba hablando con otro anciano con boina que llevaba un periódico doblado en dos veces. Hablaba meneando el papel como si se tratase de una prolongación de su mano. Baldomero asentía y le tomaba por el hombro con afecto.
Myers estaba colocado tras una furgoneta aparcada enfrente, escudriñándoles a través de las dos ventanillas laterales. Su respiración jadeante empañaba parte de la ventanilla de su lado. "El viejo me dirá dónde está el otro. Por las buenas o por la malas", se decía, mientras un vigor irracional le tensaba los músculos.
Las farolas se iban encendiendo a medida que cabalgaba la oscuridad. Los bloques de pisos encendían sus ventanas como si se tratase de despertares súbitos. El leve bullicio de la avenida se disolvía en esa calle umbría. Los dos ancianos que conversaban eran los únicos transeúntes a esas horas.
Myers comenzó a moverse sigilosamente cuando los viejos se separaron. Tenía que alcanzarle antes de que penetrara en algún portal. Avivó el paso para cruzar la calle y plantarse a escasos metros de Baldomero. La espalda vencida del anciano y su andar oscilante rellenaban las pupilas de Myers. Divisó un pequeño recodo en la calle donde había un antiguo taller de cerámica cerrado. Aguantó unos instantes la respiración y sacó el cuchillo.
— ¡No te muevas, vejestorio, o te atravieso el corazón de una puñalada!
Baldomero, en un respingo, levantó las manos por inercia.
De un empellón le llevó hasta el recodo. Entonces se miraron a las caras.
— ¿Dónde está el cabrón del sombrero? -le dijo resollando y con el rostro casi pegado- ¡Dímelo rápido o te pincho!
Empujó el cuchillo hasta el pecho del viejo.
Baldomero, asustado, tartamudeaba sin articular palabra inteligible. Sus ojos acuosos estaban muy abiertos. Sus manos atrás se aferraban al escaparate de la escuela de cerámica.
— ¡Deja de temblequear, hostias! -exclamó Myers empujando más su cuchillo- ¡Dime dónde está ahora mismo!
Olía el aliento acidulado de Baldomero cada vez más tibio y sentía su terror paralizante. Disfrutaba. Era un momento embriagador para Myers y deseaba ardientemente, por mucho interés que tuviera en el paradero de K., prolongarlo.
— ¡Vamos habla, puto abuelo!
Le gritó escupiéndole las palabras.
— ¡Tire el arma Latorre! ¡Está rodeado de policías!
Al oír el mandato, Myers hundió el cuchillo contra el pecho de Baldomero abrazándole como si fuera el beso asesino de una cobra.
— ¡Tire el arma o disparo! -gritó Murriano cerca de él.
Mientras Baldomero caía escaparate abajo, el asesino se volvió hacia los policías sin soltar el cuchillo ensangrentado. Unas gotas densas resbalaban desde la punta del arma hasta estamparse en la acera.
— ¡Tire el cuchillo! -gritó de nuevo el subinspector Murriano más cerca.
Pero Myers se lo colocó en la garganta y bramó:
— ¡¡No vais a ganar, cabrones!! ¡¡Mi venganza será mi fin!!
Se cortó el cuello en un tajo limpio. Un chisguete de sangre avisó del torrente que bañó el cuerpo de Myers en unos segundos. Se desplomó desmadejado con los brazos abiertos.
— ¡Sanz, una ambulancia, rápido! ¡Los demás vengan todos aquí!
Murriano, arrodillado junto a los dos heridos, dictaba las órdenes agitando diligentemente las manos.
— Coja el cuchillo y métalo en la bolsa de plástico. Con cuidado, es la prueba que estábamos esperando.
Le dijo a uno de los agentes.
Myers se desangraba agitando convulsivamente las piernas. Movía los labios como si estuviese diciendo algo a la vez que parecía sonreír.
Baldomero, sentado en el suelo con las manos ensangrentadas tapando la herida, tenía los ojos a medio entornar y su semblante iba adquiriendo palidez y distensión por segundos.
Murriano se quitó su abrigo para cubrir al anciano.
— Aguante un poco más. La ambulancia está a punto de llegar.
Le dijo tocándole el hombro.
Baldomero asintió parpadeando muy despacio.