No era ningún sábado último de mes, sin embargo Torcuato Samper había citado en el restaurante Francachela a algunos de sus más allegados para cenar, en especial a Natalia y a Cosme. Los últimos acontecimientos alteraban la vida del magnate y eso era algo que él, adalid de lo pragmático y tradicional, no soportaba. Su cultivada úlcera de estómago sufría esos reveses complicándole las apreciadas sobremesas y enturbiándole el sueño. Su intención esa noche, y así se lo comunicó a Rogelio Cienfuegos, abogado de confianza en sus tropelías empresariales y particulares, además de amigo íntimo de farras, era zanjar el problema.
— Si no quieres que el asunto se te vaya de las manos, tienes que cortar cabezas ayer antes que hoy.
Le aconsejó el abogado saboreando un whisky escocés en el restaurante de Paco Roncero.
Y es que Samper odiaba los contratiempos y solía ser extremadamente práctico para lidiarlos. Su nombre figuraba en unos cuantos asuntos turbios con la justicia, fueran con el fisco, con sus pugnas empresariales o con sus itinerantes amantes, pero siempre salió ileso de todo.
— Y pensar que la tía obediente que me he follado unas cuantas veces sea la raíz de todo el embrollo me encabrona más todavía. ¡Joder! ¡Y todo por casarse de blanco en la Almudena! Es para ponerse a mear y no echar gota.
Le dijo en esa sobremesa al abogado.
Cienfuegos, bajo los efectos sedantes del alcohol, ensayaba una variedad de gestos circunspectos que trataban de subrayar el pesar del magnate.
Natalia y Cosme llegaron los últimos a Francachela. Llegaron abrazados, haciéndose arrumacos como si de dos adolescentes se tratasen. Al sentarse a la mesa, tras saludar a los comensales, Samper hizo resonar su anillo dorado sobre la mesa varias veces. Todos quedaron silenciosos y expectantes.
— Tengo que comunicaros a todos -dijo después de estirarse el bigotillo en los extremos- que esta cena es muy importante para mí y para vosotros.
Sus ojos hundidos y sentenciosos siguieron uno por uno hasta detenerse en Natalia y Cosme. La pareja sintió la presión incómoda de su mirada y su alegría de entrada fue convirtiéndose en un rictus sobrio. Iban tragando culpabilidad aunque no encajaran acusación alguna. Pero Samper sabía de sobra del poder de su inspección y del estremecimiento que provocaba.
— Hablaremos del futuro inmediato que es el que a mí más me satisface -siguió- Pero ahora, amigos míos, disfrutemos de la cena.
Entre los comensales estaba el presidente del Orcasitas, un hombre cargado de hombros que apenas participaba en la conversación. Miraba tímido tras sus gafas de miope y esbozaba algún albor de sonrisa que acababa esfumándose en su apatía. También estaban los hermanos García Alvarado, un par de pillos que habían levantado un imperio con su patente de herrajes nórdicos. Eran chistosos y descarados encontrando en el menor recodo de cualquier conversación una oportunidad para desplegar sus numerosos chascarrillos. Luego, a la derecha de Samper, se hallaba Mauricio Corredor, un ingeniero que encauzó el rumbo de las empresas del magnate, tras pasar por la política, con el menor de los escrúpulos. Y, por supuesto a la izquierda del anfitrión, se encontraba Cienfuegos. También había algunos integrantes de los Heraldos Españoles, capitanes, como les apodaban ellos, que se ubicaban al fondo de la mesa haciendo un apartadillo del núcleo principal.
En una pequeña mesa contigua cenaban Robert y otros dos miembros de seguridad que disfrutaban de los platos sin perder de vista el comedor vacío reservado en exclusiva para su jefe.
— Señora y señores, -comenzó Samper, tras los postres, tintineando con su anillo sobre su copa- tenemos que hablar del futuro cercano.
Todos atendieron al empresario sin dilación. Natalia soslayó a Cosme y le hizo una mueca premonitoria.
— Todos sabéis que tanto CONTORSAM como INTORSAM tienen vocación expansionista. No es nada nuevo. Y a colación de ello me han propuesto abrir delegaciones en Bilbao y en La Coruña. Tengo claro que en la delegación gallega estén al frente mis hijos Alejandro y Santiago. Tienen que volar solos y ha llegado el momento. Para la delegación de Bilbao propongo a estos tortolitos, -dijo señalando con la mirada a Natalia y a Cosme- a los cuales les vendrá muy bien salir de la palestra madrileña. Porque, queridos colaboradores y amigos, por una cabezonería nos vemos metidos ahora en problemas policiales y eso me pone frenético. ¿Estás de acuerdo, señora Costán?
Natalia tragó saliva antes de asentir con recato. Dentro de sí le bullía contestar con brusquedad a Samper, pero se calló escudriñando con demora su servilleta manchada.
— Mi hija Carmen, ni que decir tiene, seguirá en Madrid como lo ha hecho hasta ahora. Ella es el alma de la delegación madrileña. ¿Me equivoco?
Al unísono contestaron todos afirmativamente añadiendo, cada cual de su cosecha, más lindezas hacia la hija del potentado.
— De una buena cepa mejor caldo….. ¡Y sin aditivos, señores! -comentó en voz alta una de los hermanos García Alvarado invitando a todos a un brindis.
— ¡Por el crecimiento imparable de la marca Samper! -gritó Mauricio Corredor poniéndose en pie.
La cena se demoró poco más de la medianoche. Paulatinamente fueron saliendo los invitados entre apretones de manos y palmadas en la espalda de Samper.
Natalia y Cosme, avisados por un gesto implacable del empresario, esperaban todavía sentados en la mesa.
El empresario, tras dar unas órdenes a dos de los hombres de seguridad, se sentó junto a ellos.
— Robert, tú también reúnete en la mesa con nosotros. Parte de lo que hablemos también te concierne.
Le ordenó al guardaespaldas señalando con los ojos una silla.
Podía decirse que Torcuato Samper poseía una calvicie regia, lustrosa, distinguida, que la resaltaba para bien sus cabellos largos tapándole el cuello. Eran teñidos, negros, sin canas, y se curvaban de manera graciosa antes de llegar a sus hombros. Su delgadez, muy bien cuidada para sus sesenta años cumplidos, armonizaba con su estilo de calva, su cabello generoso desde el precipicio de su cabeza y su ropa de marca hecha a medida. Su mirada, el arma que le abrió todas las puertas en su vida y que él mimaba como la más deseada de sus amantes, le definía del todo envolviéndole con una personalidad irrefrenable que en nada veía obstáculo. Aquello de un “hombre hecho a sí mismo” Samper lo tenía por devoción y lo mostraba vanidoso en público. Por el contrario, en el seno familiar, se comportaba indolente llevando una vida correcta, piadosa y discreta. Su mujer, Mary Francis, hacia su vida sin que a él le importase mucho y viceversa. Lo esencial era que en días señalados la familia entera (cumpleaños, Navidad, nacimientos de nietos, etcétera) saliera en la foto sonriente, unida y feliz.
— Vaya puto lio que has armado con tu difunto maridito, Natalia. ¡La madre que te parió! Y a ti también, Cosme. ¡Joder, me volvéis loco!
Samper dio un golpe en la mesa que movió los vasos e hizo tambalear las botellas de licor. Con las manos extendidas sobre el mantel, el anillo con el sello de la calavera risueña entre el vértice de las dos hachas cruzadas refulgía tanto como lo airado de su mirada.