Desde la barra del bar vigilaba el ir y venir bullicioso de la calle Francisco Silvela. Había salido a la calle para fumar un pitillo no sin antes de encargar otra jarra de cerveza al espigado camarero. Le hizo un guiño cómplice este al recibir el encargo pues era el tercer tanque de rubia que solicitaba el cliente y a palo seco, a pesar de que rondaba la hora de comer.
— Cuando bebo no pruebo bocado -le dijo K. al larguirucho antes de salir a la calle.
Hacía un día mustio, de esos tan corrientes en Madrid: niebla alta indecisa, frío seco y un olor a chamuscado que parece masticarse. Eran más de las tres de la tarde. Los viandantes, por norma, siempre aprisa, sin mirarse ni hablarse, sólo pendientes de sus teléfonos móviles y de los cambios de semáforo para cruzar.
Fumando a K. se le fue la mente a su juventud, cuando cabrearse era algo inusual y muy pasajero. Ahora todo era diferente. Cualquier nadería podía significar esa desazón creciente que le borbotaba en el pecho y zumbaba en la cabeza como un aviso urgente de su organismo. "Si me pusieran ahora el cacharro de la tensión, lo reventaba"·, se decía, notándose ese fluir enloquecido de la sangre que martirizaba al corazón. Realmente estaba enojado ese mediodía. Apenas pudo pegar ojo la noche anterior dándole vueltas y más vueltas a cómo afrontar la situación. Su fijación era Natalia Costán, la ahora viuda negra que campaba a sus anchas entre empresarios y gente mafiosa. No le cabía duda alguna de que ella intervino de alguna manera en eliminar a su marido. Lo tenía muy claro, aunque desconocía el por qué. El bueno de Mésio, el alma cándida que regresó a una infancia entre adultos malintencionados, sería un estorbo para cualquier plan que supusiera construir algo en esta sociedad podrida. Era algo relacionado con el dinero, lo tenía claro, pero faltaba saber qué. "¡Maldita bruja con ínfulas de princesa!"·, llegó a decir en voz alta catapultando la colilla del cigarrillo más allá de la acera. Alguien, al pasar, le miró desconcertado unos instantes.
— ¡La puta vida que labramos haciéndonos los longuis, joder!
Exclamó K. a la persona que le escrutaba.
La persona, una mujer de mediana edad con un gorro de lana de marca visible, giró la cabeza hacia la barahúnda que bajaba la calle y se perdió entre ella con tenacidad.
K. volvió agitado a la barra del bar para apoyarse frente a su cerveza.
Sólo habían pasado veinticuatro horas desde que le prometió, medio ebrio a las puertas del bar Liu, a Baldomero que descansaría lo suficiente en la pensión de la señora Hilaria. "Que no tenemos edad para hacer el gilicondrio. ¡Qué somos viejunos, coño! A ver si te enteras de una vez"·, le dijo bostezando pero lleno de razones. Baldomero le apreciaba, lo sabía, y se lo agradecía en su fuero interno, pero no podía dejar de hacer aquello que le quitaba el sueño y que, quisiera o no, lo consideraba como una razón poderosa de vida. "Necesito saber que aún puedo hacer algo útil antes de engalanarme de gusanos"·, se decía en el duermevela o frente al ajado espejo de su cuarto escudriñando su rostro de viejo borrachín y colgándole del labio una colilla medio apagada.
Vio la figura de Natalia tras una furgoneta detenida en el semáforo. Llevaba un vistoso abrigo de piel y sus inseparables gafas de sol. Vio cómo agitaba su coleta, con una elegancia no exenta de jactancia, y soslayaba su estampa en el escaparate de una pastelería.
— Oye, dime rápido cuánto te debo -urgió al camarero abrochándose la cazadora.
La siguió desde la acera de enfrente. Quería encontrársela cara a cara y para ello debía acelerar el paso y cruzar la calzada antes de que ella llegara al paso de peatones. Al detenerse Natalia en una tienda de marroquinería, K. alcanzó el paso de peatones y cruzó. Ella estaba dentro de la tienda por lo que se detuvo junto a los setos movibles que jalonaban el asfalto.
Encendió un cigarrillo y hacia su mitad la vio salir con una bolsa. Comenzó a andar entre la gente siguiendo el camino del encuentro. K. sentía un insoportable dolor en las costillas que se acrecentaba con su vivo caminar. Las magulladuras repartidas por su cuerpo competían con su vehemencia. Respiraba y sentía el pinchazo repartido por su físico como una espada demediándole. Pero, al tiempo, podía sentir su perfume, sus ojos retadores, su gesto pétreo despreciándole, su miedo.
— ¡Dios santo! -exclamó Natalia Costán al encontrarse de frente con el que creía muerto- ¿Qué… qué quiere usted si puede saberse?
Preguntó atropelladamente. Tras sus desmesuradas gafas, sus ojos eran dos gotas azuladas apremiadas por escapar de los glóbulos. Estaba frente a él, erguida, tratando de mantenerse hierática, sin embargo su labio inferior no dejaba de temblar ligeramente desde la última palabra.
— A lo peor me tomaba por muerto, señora Costán -dijo K. llevándose la mano al ala del sombrero a guisa de saludo- Si no le molesta, me gustaría charlar un momento con usted.
Ella se fijó en los moratones de su cara. Todavía creía estar viendo a un zombi. Necesitaba que alguien la ayudara pero los drones no captarían la situación hasta estar más cerca de la plaza de Manuel Becerra. Tendría que acercarse con sutilidad. No convenía armar escándalo.
— No es que me apetezca conversación alguna con usted, señor…….
— Llámeme K. para abreviar.
— Pero podemos tomar un café rápido en un bar de la plaza -dijo Natalia indicándole con el rostro- Entro dentro de muy poco a trabajar y ese sitio me pilla al lado.
— La sigo a distancia si le parece. Entre usted al bar y yo la seguiré. No quiero ponerla en ningún aprieto estando cerca de usted.
K. abrió una sonrisa bonachona y esperó a que comenzara a caminar.
Veía su andar brioso entre los viandantes y el movimiento de caderas que oscilaba el abrigo como un toque de campanas imperioso. Vislumbraba parte de su mejilla maquillada al intentar concretar la distancia que los separaba. Estaba nerviosa. A K. le hizo sonreír las ganas que tendría de abofetearle y aplastarle su sombrero con sus tacones de aguja.
Estando próxima la entrada al parque María Eva Duarte de Perón, K. sacó fuerzas de flaqueza para dar las suficientes zancadas y cogerla del brazo.
— ¡¿Se puede saber qué hace usted?!
Natalia intentó zafarse pero él la sujetó con firmeza. Hubo un par de personas que se detuvieron alrededor. Un hombre se acercó para recoger la bolsa que se le había caído a Natalia y devolvérsela.
— Gracias, caballero. No se preocupe, es que mi mujer detesta el verdor del parque donde nos conocimos. Fíjese que falta de tacto.
Dijo K. convincente y cogiendo por los hombros a "su mujer"·.
— ¿Se puede saber qué…..?
— Calla de una puta vez y sigue andando sin chistar.
Le cortó la queja metiéndose en el bolsillo de la cazadora una mano y, con el dedo índice doblado a modo de arma, empujándole el costado.