El estilo neo mudéjar del Hospital de Cantoblanco es lo primero que llamó la atención a Baldomero. Le recordaba más a un parador en medio de un paraje natural que a un hospital en si. Iluminado y lamido por la niebla se erigía como un misterioso edificio en el que podían acechar toda serie de peligros. La noche. La niebla. El viento arañando la fachada con los dedos de los árboles Una genuina casa encantada de dimensiones fabulosas. Los marcos de las ventanas, blancos con cristales llorosos, se iluminaban antojadizamente a la vez que un torreón, en uno de los extremos del edificio, prometía una enrevesada escalera de caracol donde bien podía esperar un asesino clandestino.
— No se asuste que ya no hay tuberculosos -le dijo Sanz al bajarse del coche refiriéndose al cometido principal del hospital a principios del siglo pasado.
— Y quien tiene miedo, copón. -aseveró Baldomero irguiéndose.
En recepción, Murriano enseñó su placa. Les dieron unas pegatinas de “visitantes” que se colocaron en las solapas.
K. les esperaba sentado junto a la ventana ojeando un periódico sobado. Les miró con curiosidad en un principio, luego volvió al papel.
— Joder, Juan, vaya susto que me has dao. ¿Cómo te encuentras?
Baldomero se acercaba a él emocionado.
K. se levantó por resorte haciendo cabecear el portasueros.
— Algo averiado, pero mejor que el Ibiza -dijo echando mano al sombrero que reposaba sobre el respaldo de la silla- ¡Me cago en la leche! Estaba deseando que viniera alguien responsable para que me sacara de aquí.
— Haga el favor que estarse quietecito, Peletero, que ha salvado el pellejo de milagro.
Dijo Murriano cogiéndole del brazo para intentar sentarle.
— ¡Que me voy de este jodio sitio! -exclamó K. desembarazándose- He dicho todo lo que tenía que decir y no ha servido para nada. ¿Me equivoco, señores policías? Por lo demás, estos matasanos no me van a tener más tiempo entre sus garras. ¡Estoy hasta los huevos!
— ¡La madre que te parió, Juan! Estás vivo de chiripa y sigues dándole al canuto. Anda, siéntate.
Entre todos consiguieron que volviera a sentarse. K. se ajustó el sombrero a la cabeza y bajó los ojos como un crio enfurruñado.
Volvieron a hablar de cómo ocurrió todo: los tipos que le secuestraron, la noche que pasó en lo que le pareció la sede de los Heraldos Españoles, los golpes, la llegada al barranco y todo lo que escuchó relacionado con el caso de las muertes de Mésio y Pazos. K. lo contaba de forma monótona, escudriñando a los policías como si fueran percha sin abrigo, y emitiendo unos breves suspiros de vez en cuando que le herían en los costados.
— Pero el caso es que usted, Peletero, apareció hasta las trancas de cerveza y patas arriba en mitad del precipicio donde su coche se reventó. -dijo Murriano cruzándose de brazos- Le prometo que vigilaremos más estrechamente de lo que ya hacemos a esos Heraldos, a Natalia Costán y que los negocios de Torcuato Samper los seguiremos con lupa, pero no me pida que detengamos a nadie sin más pruebas que las declaraciones de un beodo que perdió el control de su coche en uno de los sitios más sospechosos de Madrid. Que la señora Costán encargó la muerte de su ex marido; que el señor Samper es un gánster; que han intentado asesinarle. Puede ser, puede ser, pero eso necesitamos demostrarlo ante un juez y no hay otra manera que con algo fundamentado. Hágase cargo, Peletero, de su situación y deje, por una jodida vez, trabajar a la policía sin intermediarios.
Sanz, apoyado en los pies de la cama, negaba con la cabeza en una actitud burlona.
— Razón de más para largarme de este puto sitio, señores. ¡Vámonos, Bal!
K. volvió a incorporarse pero en esta ocasión el portasueros cayó reventando la bolsa enganchada.
— ¡¡Llama a la enfermera, Sanz!! -gritó el subinspector interrumpiendo el paso a K.- Este loco la acaba liando.
Con la enfermera llegó también un doctor. Tenía el pelo ondulado, entrecano y abundante, y unas gafas pequeñas a mitad de la nariz.
— Precisamente este es el paciente del que se quejaba la enfermera Sánchez, doctor Saavedra -dijo la enfermera yendo a colocar el aparataje caído. Hizo un mohín al acercarse a K.
Los policías esperaban las palabras del médico mientras Baldomero observaba a su amigo con gesto contrariado.
— Señor Peletero, -comenzó el galeno escrutando al paciente por encima de sus gafas- tiene usted una salud delicada, diría yo que peligrosamente expuesta para su edad. No sólo tiene disparatado el colesterol, el ácido úrico, las transaminasas, el ritmo cardiaco, sino que posee unos índices de glucosa de casi un diabético. Además de todas las contusiones que tiene diseminadas por el cuerpo. ¿Le parece poco?
K. dejaba enredar a la enfermera manteniéndose al acecho: con un ojo atendía al doctor y con el otro urgía a Baldomero.
— Señor doctor….., permítame -intervino Baldomero frotándose las manos y dando unos pasos por la habitación. Sus sienes estaban perladas de sudor- Creo que si seguimos instigándole a Juan va a liarla parda. Le conozco y sé qué paño gasta. Sabemos que está jodido, pero no queremos conocerlo. Yo y él y otros tan tarambanas como nosotros. Vivimos así y no deseamos engordar las cuentas de ninguna farmacia. ¿Me explico? Cuando nos llegue el último mal que nos entierren sin más ni menos. Mientras, déjennos agrandar nuestra ignorancia a sabiendas.
— Pero yo sólo le aconsejo por su salud y no quiero….
— Lo sé, doctor, lo sé. Pero simplemente déjele que firme el alta voluntaria y todos tan amigos. Créame, hará más por su salud inmediata así que obligándole a quedarse en un sitio que detesta. Juan es viejo como yo pero lo soporta mucho peor que yo. Y le entiendo, le entiendo como libro abierto.
K. se fue levantando de la silla lentamente. Con una pétrea mirada conminó a la enfermera para que le quitara la vía. Todos estaban silenciosos, atentos a los movimientos de K. El doctor Saavedra se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y salió diciendo: “Cuando rellene el formulario en recepción puede irse con viento fresco”
— Estaremos en contacto. Y no se meta en más líos, por favor.
La voz del subinspector sonó a espaldas a la salida del hospital.
Anduvieron a la parada de taxis. K. se apoyaba ligeramente sobre el brazo del otro para caminar y Baldomero le sujetaba solicito, controlando cada paso que daba.
— Vaya dos patas para un banco.
Comentó Sanz. El subinspector meneó la cabeza e hizo una seña para ir hacia el coche.
— Joder, Juan, vaya susto que me has dado -dijo dentro del taxi Baldomero, dándole unas palmaditas cariñosas sobre el muslo- Me has metido el mismito apuro que cuando mi Marujita se me fue.
K. atendía al frontal del taxi, al tráfico madrileño de la noche.
— ¿Tienes dinero? -dijo de pronto- Es que me pirro por una jarrita donde el Liu.
Baldomero le escudriñó un par de veces de arribabajo con una prosopopeya espuria.
— Ay, Dios. Cuando las ranas críen pelo tendrás el bolsillo lleno. Vaya preguntita más gilipollas.
Desde la emisora de radio conectada por el taxista se escuchaba, muy tenue, Everything In Its Right Place de Radiohead. Baldomero seguía con su cháchara. K. ,con los ojos cerrados, se fue yendo del dolor y del asiento del taxi. What was that you tried to say? Pero no veas lo que ha cambiao en todo este tiempo, parece un chaval el tío. Tried to say Tried to say Tried to say Estaba helao, junto al cierre del garito ese donde para El Retieso...