Se levantó de la cama como pudo para sentarse junto al ventanal. Hubiera fumado pero no tenía ni idea de donde estaba su ropa. Desde el ventanal del Hospital Cantoblanco miraba una extensa campiña arbolada donde unos operarios podaban desde un camión grúa. Desde la esquina del ventanal se veía la boina negruzca de la contaminación de Madrid aterrizando desde un cielo inverosímil. Las Cuatro Torres Business Area de los aledaños de la Plaza Castilla sobresalían a retazos entre la nube de esmog; parecían, debido al resplandor de sus fachadas acristaladas, guiños extraterrestres salidos de un vapor enigmático. K. se tocó el mentón buscando el movimiento de alguna muela o diente. Le dolía pero no encontró daño dental. Le costaba respirar porque al saltar del Ibiza topó con el tronco de un árbol talado que, no obstante por fortuna, le impidió que rodara hasta el final del barranco. "Me salvó el pellejo el jodio taquito de madera", pensaba K. combinando su ansiedad por el tabaco.
— Pero ¿otra vez levantado? -dijo la enfermera nada más entrar- Es usted terco como una mula. Necesita reposo y calmantes, no hay otra, señor.
Fue hasta él con la intención de llevarle a la cama.
— Déjese de camas. Puedo tomar esas píldoras sentadito aquí perfectamente.
La enfermera tiró de su brazo pero sintió la resistencia numantina de K.
— Daré parte al doctor Saavedra.
Él siguió escudriñando el paisaje.
Al escuchar cerrarse la puerta de la habitación emitió un gruñido, una protesta velada que le repercutió en un costado como un aguijonazo. "Tengo el cuerpo hecho puré. ¡Me cago en la leche!", maldijo apretando los ojos y los labios.
Baldomero escuchaba al subinspector Murriano diciendo que sí una y otra vez. El camino hasta la comisaría de Colmenar fue soporífero, silencioso al extremo, escudriñando la nuca del oficial Sanz y su empecinada mudez. Él hubiese deseado hablar y preguntar, sin embargo Sanz le dejó claro desde el primer momento que su cometido era conducirle hasta la comisaría. Nada más. "Ustedes dos nos hacen perder tiempo metiéndose donde no les llaman. Hablará en comisaría con el subinspector sobre lo que le pregunte. Así que chitón a partir de ya.", le dijo el policía a modo de advertencia.
— …Eso ya lo sabíamos. La policía, aunque ustedes no lo crean, sabe perfectamente quién y dónde, nos falta coordinar el cuándo. Pruebas, señor Prieto, prue-bas.
Baldomero asentía con cara de circunstancias como si fuese la reprimenda a un colegial. Abría desmesuradamente los ojos escuchando y los bajaba cuando el subinspector terminaba la frase.
— Nada nos dice que Natalia Costán trabaje en INTORSAM, aunque sea una empresa de inversión dominada por Torcuato Samper, para sospechar que tenga referencia con los asesinatos de su marido y del joven Pazos. Por mucho que nos haya dicho el señor Peletero que escuchó a los, supuestamente, causantes de su accidente. Lo que está claro es que el señor Peletero iba pasado de cervezas en una zona poco recomendable de la ciudad. Se le fue el coche en una mala maniobra y no está muerto de puro milagro.
Murriano hablaba en tono de reproche. Agitaba mucho las manos y se acercaba al rostro de Baldomero casi desafiante.
— Me estoy enterando por usted de donde trabaja la mujer de Mésio y de cómo se escoñó Juan -dijo Baldomero palmoteándose los muslos- Yo le doy toda la razón, señor subinspector, en que tuvimos que hablar con ustedes antes de meternos en más líos. Siempre se lo dije a Juan, pero él es un cabezón de la hostia. Eso sí, en una cosa tengo que llevarle la contraria.
El subinspector, que caminaba por el cuarto haciendo círculos alrededor de la silla que ocupaba Baldomero y su escritorio, se detuvo para mirarle con fijeza.
— A Juan es jodidamente difícil verle bolinga -explicó extendiendo sus manos hacia el policía- Encima cerveza, casi imposible. -echó una risita- Ese se bebería la Mahou enterita y eructaría después, si acaso.
Murriano hizo un gesto despreciativo agitando su mano derecha.
Había oscurecido ya. Entre la persiana de la ventana del despacho del subinspector flotaban los temblones haces de luz de alguna farola amenazando fundirse. La luz ambarina se desparramaba en un costado del escritorio constatando un tumulto de polvo que se agitaba al garbeo del policía. Baldomero, ahora silencioso, esperaba alguna decisión y enredaba con los flecos sobados de la manga de su chaqueta de lana.
— Venga, vamos al hospital para que vea usted a su apadrinado y acabemos de una puñetera vez.
Dijo Murriano, tomando su gabardina oscura de un perchero mustio.
— ¿Apadrinado? -contestó Baldomero levantándose- De eso nanai. Somos del mismo barrio, de siempre, coleguitas…..compañeros de fatigas. Sólo me faltaba ser su padrino.
— No me ha dejado llamar a nadie de su familia. Ha sido tajante. Ni siquiera a usted. Quería salir ya mismo por su propio pie del hospital con destino a Carabanchel. He tenido que poner vigilancia en la puerta de su habitación. Son ustedes unas moscas cojoneras, uno por a y otro por b.
Sanz se unió a los otros dos camino de la puerta principal de la comisaría.
— Eso mismo le he dicho yo nada más recogerle, subinspector.
El calor mundano del interior de la comisaría contrastó pronto con la frialdad exterior. Apenas había unos metros hasta el coche policial, pero fueron suficientes para que Baldomero sintiera un escalofrío. "¡Joer, qué rasca!", exclamó tratando de hallar complicidad en las caras opacas de los policías.
— Claro, coño, si usted tendría que estar en casita con las babuchas puestas y al lado del radiador viendo la novela por la tele.
Comentó irónico Sanz abriéndole la puerta trasera del coche.
Nada más salir del casco urbano de Colmenar, circulando por la autovía, vaharadas de niebla lamian la calzada. Por el campo, junto a la ventanilla del vehículo donde se hallaba Baldomero, la noche vestía una gasa lanzando la neblina como si fuese el hálito de unas fauces gigantescas. A medida que el coche avanzaba, sólo los faros de los autos de la dirección contraria iban distinguiéndose como señal de progresión. Sanz conducía aprisa, adelantando sin parar por el carril izquierdo, y observando a veces el rostro inocuo del viejo. Estaban en silencio, impulsados por humo, surcando un firme que parecía irreal. Murriano carraspeó un par de veces y ofreció callado unos caramelos de mentol a los otros dos. Sanz meneó la cabeza negativamente y Baldomero cogió uno. En la lejanía el letrero de SaludMadrid, con el rojizo de la bandera de la comunidad, comenzó a desentrañarse entre la niebla.