El rictus amargo de Baldomero era más fúnebre de lo habitual. Desde sus ojos azulados y saltones podía deducirse una profundidad ignota que invitaba a pensar en la tristeza que empapaba su cara alargada y amarillenta. Estaba preocupado, mucho, y esa intranquilidad le llevaba, inevitablemente, a recordar la ausencia de su Marujita. Su matrimonio tardío y breve. ¿Quién le iba a decir que esa muchachita tímida, recatada, que todas las tardes tomaba su café con leche y el suizo en el bar Prieto acabaría fijándose en él, solterón cincuentón que se pasaba la vida entera tras la barra entre dimes y diretes de la clientela? Él se lo trabajó agasajándola, sacando finura al servirle la merienda en la mesa del rincón, mirándola a hurtadillas cuando se secaba los labios con la servilleta de papel con tanto mimo que sentía cómo se le erizaban sus antebrazos vellosos y, entonces, algo desconocido, algo que se cocinaba en lo más recóndito de sus entrañas, le impulsaba a acercarse a aquella mesa del rincón para hablar de cualquier nadería. ¿Quién se lo iba a decir a él que esa chica callada y discreta, guapetona y de ojos color miel, iba a terminar casándose con él? Pero todo fue una felicidad fugaz como no podía ser de otra manera, solía decirse y decirles a sus más íntimos, sobándose el pelo lacio y pegajoso hacia atrás y mirando a la nada que suele ser más elocuente de lo que pudiera parecer. Ella no soportó lo que a él le parecía el relleno de la vida: el bar. Tantas horas en la cocina, ella que guisaba primorosamente, saliendo y entrando en la barra, quitando y poniendo vasos y platos, escuchando y diciendo lo que ayer y mañana iba a volver a decir. Se cansó de lo que rodeaba y vitalizaba a ese hombre tristón y cabezota, protestón por la inercia de la queja, que eligió para vivir una experiencia que fracasó. Se fue a Játiva, a su tierra valenciana, con los suyos, con su pretexto para encubrir la decepción que Baldomero, sin querer, le procuró. Nunca contestó sus llamadas ni sus cartas ni sus mensajes de guasap. Quiso enterrarle, aunque le dolieron muchas lágrimas íntimas, solitarias, sin confesar, para que su recuerdo, el del principio, el de los proyectos, el del amor de las películas y las series de televisión, quedase intacto en su memoria.
Baldomero, sentado en un banco del parque De las Cruces mientras Tuli, el perrito de Marga, jugueteaba con un pastor alemán, se angustiaba pensando en el paradero de K., la única familia que le quedaba. "Este gilipuertas que siempre se mete y me mete en los jodios líos que le distraen de su vida de borrachín y alocado viejo solitario", se dice al tiempo que se enjuga los ojos con la manga de su chaqueta burdeos. Antes Marujita y ahora K., su compañero de vida al que aprecia mucho más que dice.
Desde el mediodía de hacía dos días no sabía nada de él. Le dejó con el montante de esa comida cuando vigilaban la vivienda de Natalia Costán. Él salió disparado siguiéndola, asegurándole que recibiría noticias suyas, pero nada de nada. Baldomero le hizo varias llamadas pero el móvil estaba apagado o fuera de cobertura. Esa misma mañana comenzó a tener pensamientos funestos de su desaparición. "Joder y mira que le dije que el asunto estaba cogiendo un camino que no me gustaba un pelo. Pero nada, el jodio erre que erre", y maldecía elevando sus ojos azulinos al cielo y quedándose ensimismado como si el celeste y los mensajes de las nubes le fuesen a traer noticias de su paradero.
No lo dudó más y decidió que ya era hora de acudir a la policía. Le importaba un bledo que a K. no le gustase y se le metía en más líos, mejor. "Un tonto de los cojones merece que le den entre las orejas para que aprenda", se dijo poniéndole la correa a Tuli de muy mal talante.
Sin comer se presentó en la comisaría de Carabanchel en busca de "El Tapias", que sabía por K. que andaba en el asunto.
— Entra a las cuatro. Hoy está de tarde.
Le dijo el policía del control de entrada.
Tomó un pincho de tortilla en el bar de enfrente hasta que dieron las cuatro.
— ¡Hostias, Baldomero, me dejas helao! -dijo Gustavo Tapias cuando le contó el por qué de su inquietud- Déjame un momento y doy con el subinspector que lleva el tema.
Baldomero se sentó en uno de los bancos de madera de la sala de espera para renovar DNI y pasaporte. Tanto se tironeaba de los hilillos de lana de su rebeca burdeos que las mangas parecían tener flecos. Se ponía en lo peor y la pesadumbre se le anudaba en la garganta sintiéndose el hombre más desamparado del mundo. Sin Marujita y ahora sin Juan la vida se le antojaba un calvario que no sabía si podría afrontar. ¿Qué le queda a un pobre viejo como yo si no tiene a su lado a unos pocos seres queridos?, pensaba escudriñando el techo de la comisaría. Los ojos se posaban en la puerta ansiando que Tapias le trajese la noticia de la aparición de su amigo. Dejó caer la cabeza entre las manos y se aferró a sus cabellos como si fuese una certidumbre en la que confiar.
— Señor Baldomero, he hablado con el subinspector Parra y me ha asegurado que va a contactar con los que llevan el caso.
Baldomero se levantó como por resorte repitiendo las palabras del policía para sí.
— Pero ¿está vivo Juan?
Le interrogó cogiéndole una mano.
— Lo ignoro de momento. Parra es un tipo legal y le puedo confirmar que traerá noticias muy pronto. No se desespere, señor Baldomero, el señor K. aparecerá vivito y coleando. Ya verá. Se ha portado tan bien con mi novia que tanto ella como yo nos llevaríamos un gran disgusto si le hubiera ocurrido algo.
Toda la razón llevaba Gustavo Tapias, pues en menos de quince minutos el mismo subinspector Parra apareció en el umbral de la sala de espera. La voz mesurada de Parra mencionó su nombre.
— Soy yo -dijo Baldomero hecho un manojo de nervios- ¿Sabe algo? ¿Está vivo?
El subinspector le condujo del brazo hasta otra dependencia menos concurrida. Mientras caminaba Baldomero se temió lo peor.
— ¿Es usted familiar suyo? -le preguntó el policía mostrándole una silla vacía.
— Bueno….. Casi como hermanos, pero sin compartir sangre. Llevamos juntos casi treinta años; una vida, subinspector.
Parra abrió las manos en signo de entendimiento.
— Pues tranquilícese que su ….casi hermano está vivo. Magullado pero vivo -dijo Parra sonriendo- Viene a por usted un coche patrulla para llevarle a la comisaría de Colmenar, que son ahora los que llevan el caso, para aclarar ciertas cosas de poca importancia. Así que sosiego y un poco de paciencia hasta que lleguen.
Baldomero abrazó al policía en un acto impulsivo que, segundos después, le pareció desmedido y le hizo sentirse azorado.
El agente Tapias vino poco después conocedor de la noticia.
— Ya le dije yo que el señor K. aparecería -comentó llevándole hasta el control de entrada.
Otros policías llenaban el pequeño habitáculo.
— Este señor va a estar aquí hasta que le recoja el patrulla de los de Colmenar -dijo mientras sus compañeros asentían- Desde aquí les verá venir. Dele un abrazo de mi parte al señor K. y dígale que se cuide mejor y que me llame para pasar otro día como el que pasamos con Isabel.
Baldomero se apoyó junto al cristal sin quitar sus ojos, menos tristes pero tan acuosos como de costumbre, del parking que limitaba con la valla de la Finca de Vista Alegre.