Una risotada del conductor le devolvió a la vida. Hablaban de fútbol, de un partido celebrado días antes en el que su equipo goleó al rival. K. trató de estirar las piernas. A pesar de la lluvia de golpes recibida, sentía las piernas y podía moverlas más de lo que imaginaba. Fue dejando los pensamientos fúnebres para centrarse en su magullado cuerpo. Dejaba atrás las despedidas que hubiese querido: decirle adiós a Ana, su ex mujer, sus hijos, Baldomero, del fantasma de Ángel Layana, del rotundo físico de Cris, para centrarse en recuperar la poca vida que podía quedarle. Se motivaba recobrando una consciencia que, poco a poco, le colocaba en el lado de los vivos.
— …. Pero todo se ha enfollonado por el niñato ese.
Escuchó con bastante nitidez la voz del malencarado.
— Yo le hubiese dao matarile antes pero el jefe estaba que si sí que si no. Creyeron que el Pazos era de nuestro pellejo y, mira, a la primera de cambio se arruga.
Robert suspiró con fuerza. K. sintió la bocanada agria de su aliento como el viento que procediera de un vertedero.
— La poli ni se cosca por el muerto de hambre que quemaron y el niñato lloriqueando arrepintiéndose de la noche de farra. ¡Vaya mierda, tío!
K., con los ojos cerrados, concentrado en activar sus músculos en la medida de lo posible, escuchaba atento. No podía perderse ni una palabra de los dos esbirros al servicio de Torcuato Samper.
— El jefazo no quiere más fiambres, lo sabes.
— ¡Claro que lo sé, hostias! Nos quitamos a este y se acabó. Lo sé. Pero en algunos asuntos se necesitan fiambres para aclararlos. Es así ¿no? Eso parece que él no quiere entenderlo y debería, coño. Nosotros nos comemos la mierda siempre y encima lo hacemos regular.
— Estoy contigo, Robert. Nos comemos todos los marrones y parece que siempre somos los culpables.
— A este soplapollas si no le quitamos de en medio nos la arma. Te lo digo yo que conozco de sobra a estos metomentodo. ¡Joder, y tenemos que dar explicaciones hasta a Dios!
Myers miró a la derecha y levantó una mano del volante.
— Es el próximo desvío, ¿no?
Abandonaron la autovía de Colmenar y tomaron una angosta carretera, con el firme muy deteriorado, en la que una placa indicaba la dirección de la planta de reciclaje. Se cruzaron con un camión con remolque teniendo que invadir parte del arcén.
— ¡Esto es más estrecho que el culo de un playmobil!
Exclamó Myers, saliendo y entrado en la rústica calzada.
Pocos kilómetros adelante, siguiendo las indicaciones de Robert, se desviaron por un camino de arena. Era un camino jalonado por una tupida vegetación que, en ocasiones, invadía el sendero. Las ruedas del auto chascaban sobre los guijarros y ramas al tiempo que los pasajeros daban tumbos. Myers intentó esquivar un hoyo fortuito pero fue inútil. El coche quedó atrapado con los bajos tocando tierra.
— ¡Me cago en la madre que me parió! -gritó Myers golpeando el volante- Joder, tendremos que bajarnos.
Robert echó una miradita a K. y le vio bajo sus pies desmadejado e inconsciente.
— Venga, vamos, no nos queda otra -dijo apeándose. Luego se dirigió al conductor del Ibiza- Tú, bájate y échanos una mano.
Solo, K. intentó incorporarse hasta la altura del asiento pero un fuerte dolor en la espalda se lo impidió. "Aunque pudiera correr me freirían a tiros estos cabrones”, se dijo para no perder la esperanza. Lo que sí podía era escuchar. Así que se retrepó lo más que pudo hasta cerca de la puerta trasera.
— … Pongamos ramas de esas y chinatos para que agarre la llanta -era la voz del malencarado.
K. escuchaba el vaivén y un ligero movimiento en el interior.
— ¡Y todo este follón por la puta esa de la Natalia! -decía Myers cabreado y jadeante- El jefe se encoñó con la tía y sanseacabó: todo quisqui bocabajo. ¡Me cago en mi puta vida!
— No te quejes, tuercebotas, que a ti te va esta marchita -dijo Robert socarrón- Además, y para que te enteres, no está con el jefazo, está con el Cosme, el de la inversora. El jefazo se la tiró un par de veces en su día pero el que está encoñao de verdad es el otro.
— ¡Carajo! -exclamó Myers fatigoso- Se pasan la mercancía como buenos hermanos.
Salieron del atolladero. Siguieron unos diez minutos hasta que Robert le dijo que parara.
— Andad con los ojos bien abiertos no sea que os clavéis alguna jeringuilla. ¿Entendido? -advirtió Robert a los otros dos cuando estuvieron afuera.
Le llevaron, cogido por los sobacos, hasta el Ibiza. Colocaron a K. en el asiento del conductor y sacaron tres botellas de litro de cerveza. Myers trató de despabilar a K. dándole tortitas en la cara. "Vamos, sombrerito, espabila que te vamos a dar priva de la buena”.
— O te las bebes por tu voluntad o te las hacemos beber -le dijo, enseñándole un embudo.
K. extendió la mano hasta tocar el vidrio de la botella. "Si es un puto borracho, mira cómo reclama su vicio”, comentó Robert haciendo reír al otro.
K. se puso a beber despaciosamente. Aborrecía la cerveza caliente, sintiendo cómo sus tripas ardían al caer el líquido, pero no podía elegir. Frente a él, a unos metros del parabrisas, se abría un enorme barranco del que sólo veía el cielo nublado de su techumbre. Cigüeñas y milanos surcaban lejanos ese techo en busca de los desperdicios de la recicladora. Robert y Myers fumaban y bebían las cervezas frías comentando algo en voz baja. Le escudriñaban indiferentes, apoyados a un lado del auto, controlando la ingesta alcohólica. El otro, un tipo cuarentón de ojos hundidos y tez negruzca, sostenía la Colt apuntando de frente a K. desde afuera. "Si hace algún movimiento raro, le dejas frito.”, le había ordenado el malencarado.
— En este escondrijo se trapichea de todo por la noche -dijo Robert pasándole la botella de litro al otro- Está repleto a oscuras. Lo mejor de Madrid, drogatas y camellos… y hasta putas guarras que te la chupan por diez euros. Hay un chabolo, más palante, en otro desvío antes de llegar a la planta, donde suministran la mercancía. La poli lo sabe y hace redadas de vez en cuando. Pero, bah, todo sigue igual. Mira ahora, solitario y dispuesto por entero para nosotros. Hay que estar en la onda, chaval. Aprende de un capitán.
K., a mitad de la segunda botella, simuló desfallecer dejando caer la cabeza sobre el volante. Robert y Myers se acercaron para zarandearle hasta que vieron sus ojos medio entornados. "Bébete todo o biberón. Tú eliges, prenda”, le anunció Myers susurrándole al oído.
— Arranca el bote este -dijo Robert a Myers, señalando al Ibiza, cuando K. dejó caer vacía la tercera botella- Lo empujáis hasta que caiga barranco abajo.
K. apretó los dientes y puso toda su atención en la puerta que el rozaba el codo.
— Feliz viaje, metomentodo.
Se despidió el malencarado. Después hizo una seña a los otros dos para que empujaran el auto desde el maletero.
Vio precipitarse a su viejo Ibiza con él adentro. Desde el parabrisas, multitud de troncos de pinos le esperaban mientras el coche botaba descontrolado. Escuchaba el roce de la carrocería y el batir en los bajos al tiempo que el cuentarrevoluciones enloquecía. Tomó todo el aire que pudo en su pecho dolorido y cerró los ojos.