Ni Frutos, ni ninguno de los vecinos de la Plaza de Coimbra, donde antiguamente vivía la familia, conocían el domicilio actual de la esposa de Mésio. Indagaron hasta en el banco donde trabajó Mésio casi tres décadas sin sacar nada en claro. En todas partes aparecía la Plaza de Coimbra como domicilio del conjunto familiar.
— Nos queda Isidoro.
Dijo Baldomero, después de quedarse unos minutos observando el cielo plomizo en actitud absorta.
Hizo la llamada desde el móvil, alejado unos metros de Frutos y K., al teléfono de la compañía aseguradora Santa Lucía. Manoteaba mientras hablaba dando unas zancadas inverosímiles bajo el breve túnel que comunicaba con Vía Lusitana. Al cabo de unos minutos volvió con los otros dos.
— El bueno de Isidoro nos saca de apuros, señores.
Anunció con los brazos abiertos al llegar hasta los otros dos.
— Como no tenía seguro de entierro, la Natalia le pagó un entierro apoquinando la pasta -dijo con un tono de secretismo que les hizo a los otros arracimarse- Es un buen tanto de la diva, ¿no os parece? Isidoro no ha tenido pega en encontrar su dirección y hasta su teléfono móvil.
Natalia Costán vivía en la calle de Azcona en el barrio de Salamanca.
Frutos chifló intercambiando miradas.
— Pata negra el sitio pa vivi de la pájara, ¿eh? -dijo Frutos guiñando el ojo derecho varias veces.
Baldomero y K. cogieron el metro en Opañel para tomar la línea circular hasta Diego de León.
— ¿Seguirá en activo? -preguntó Baldomero mientras subían las escaleras mecánicas de la estación de Diego de León- Nos contó Frutos que era funcionaria.
— Fijo que está prejubilada, Bal. En este país los funcionarios pillan todo lo bueno antes que nadie y mejor remunerados. Están al lado de la teta y mamar les cuesta menos.
Las aceras estaban pobladas por señoras impolutas con peinados impecables portando bolsas de papel de tiendas de prestigio, caballeros sin tacha con camisas de marca y jóvenes taciturnos, aseados, y de sonrisas deslumbrantes. Los porteros de las fincas frotaban los metales de los picaportes de los portales o indicaban a los de los repartos la dirección de la escalera de servicio. Todo parecía armonioso y extremadamente limpio como si se tratase de una exposición de todo lo mejor y más brillante de cada casa.
Cruzaron la calle Francisco Silvela y, en apenas unos pocos metros, giraron por Azcona. Decidieron sentarse en un restaurante de referencia gallega casi enfrente del portal.
— Aquí nos van a clavar, Juan. No ves la pinta que tiene.
Se sentaron en una mesa junto a la ventana. Enfrente tenían una casa señorial pero de construcción más moderna que las colindantes. Fachada de ladrillo visto de color oscuro con unos miradores cerrados de aluminio blanco. Toque actual, sobrio, sin perder la esencia noble. El edificio tenía una entreplanta y dos alturas más dejando entrever que el portal, en su interior, debía poseer unas grandes dimensiones y un patio donde se alojaría una piscina ajardinada. Un portero, trajeado, franqueaba la puerta del portal con las manos cruzadas atrás.
Daban la vuelta a la carta escudriñándose incrédulos. El jefe de sala esperaba colocado en una esquina de la barra lanzándoles severos soslayos de sospecha.
— Unos huevos fritos con patatas para cada uno -dijo K. haciendo acopio de aplomo.
El maître no escribió nada en su libreta, arqueó las cejas y parpadeó con sosiego.
— Pero no hace falta que las patatas sean de…. Val-derre-dible -añadió Baldomero consultando la carta- Nosotros nos apañamos con las de Villamanrique del Tajo.
— ¿Y para beber, señores? -les preguntó sin escuchar, haciendo por irse.
— Agua del grifo, una jarrita por ejemplo. -contestó Baldomero raudo antes que su compañero reclamara cerveza.
El maître se alejó arrastrando los pies como si se sacudiera algo incomodo en las suelas.
K. no dejaba de echar ojeadas al portal. Doblaba una y otra vez la servilleta y observaba. Tenía unas inmensas ganas de fumar y se las contenía arrasando con una de las dos barritas de pan que descansaban en una panera historiada con motivos abstractos de estampas marinas gallegas.
— ¿Tendría algún seguro de vida Mésio? -le dijo Baldomero acercando su rostro.
— Ya. Deberíamos informarnos pero lo veo complicado. O eso o cualquier otra cosa que huela a dinero. No veo a Natalia entrando y saliendo de la sede de “Contorsam” para pasear. Está claro que hay gato encerrado, Bal.
— ¿Llegas a pensar que fue un encargo lo de Mésio?
K. se llevó la mano al sombrero para rascarse la frente despejada.
— No sé, pero ahora mismo todo es posible. Mésio era un estorbo en todos los sentidos y quitar del juego a un pobre que no tiene donde caerse muerto podría tener sus beneficios. No lo sabemos pero te prometo que lo sabremos.
— Sigo pensando que sería mejor hablar con la poli. -comentó Baldomero buscando los ojos del otro- Ya sabes lo que pienso de este lío en el que cada vez nos vamos metiendo más y en el que se va viendo más oscuro cada día que pasa.
— La policía tiene poco interés. Es un pobre diablo más que muere sin que le importe un pijo a nadie. Joder, Bal, le debemos esto a Mésio. Si no lo hacemos nosotros no lo hará ni Dios.
Dijo K. con un aplomo que se concentró en sus ojos turbios.
Les trajeron la comida regada con agua del grifo. No hacía falta preguntar al camarero que les sirvió si los clientes eran vip, ni siquiera les deseó buen provecho.
Apenas acometía K. con el segundo huevo frito cuando dio un respingo para incorporarse y colocarse atropelladamente la cazadora y ajustarse el sombrero.
— Sale del portal, Bal. -señaló a la cristalera del restaurante mientras a Baldomero le chorreaba un hilillo amarillento del labio- Nos vemos en el barrio….O, bueno, mejor te cuento lo que sea en un mensaje. Tú come tranquilo.
Añadió antes de salir del restaurante.
Natalia Costán caminaba por la acera unos metros por delante de él. Llevaba el mismo, o muy parecido, lustroso abrigo de piel con que la vio en la sede de “Contorsam”. Tenía puestas unas gafas enormes de sol y el cabello sujeto en una coleta que bamboleaba a un lado y a otro como la mujer más resuelta del planeta. K. prendió un cigarrillo y se cruzó de acera para seguirla con perspectiva. Al llegar a Francisco Silvela giró a la izquierda con dirección a la Plaza de Manuel Becerra.