Se metieron los tres en el coche oficial, un Citroën común al que sólo le distinguía el rotativo de luz azul portátil que descansaba en el suelo de la parte trasera, donde se acomodó K.
— Ahora cruzar la Plaza Elíptica te cuesta una multa si tienes un carro como el mío de veintiséis años.
Comentó K. cruzándose el cinturón trasero.
Era noche cerrada. El tráfico era denso en la Elíptica, acrecentado por la lluvia que en ese momento arreciaba. Sanz conducía con aplomo e imprudente velocidad, como si las multas que temía K. fuesen peccata minuta para él y los de su ralea.
No tardaron mucho en llegar a un bar a la entrada del barrio de Usera. K. le conocía de tiempo atrás, de cuando iba a la biblioteca pública en busca de lecturas, películas o música de préstamo. Ahora, tras la barra, regentaba el garito un sudamericano con el tatuaje de una serpiente enroscada en su brazo derecho.
Se sentaron los tres en una mesa del rincón. Había poca gente, clientela de barriada entre cuarenta y cincuenta años.
— Me gustaría empezar diciéndole, señor K., que tanto Sanz como yo estamos investigando la muerte de Pazos. No nos hace falta ninguna ayuda exterior ¿Comprende lo que le digo? No va a pasar otra vez lo del caso Urquijo, no va a pasar.
K. esperaba con ansia las consumiciones solicitadas. Escudriñaba el trajín del sudamericano en la barra.
— Me ha escuchado, ¿verdad?
— Claro, subinspector -dijo K. quitándose el sombrero para escurrirlo detrás de su silla junto a la pared- Pero a mí lo que realmente me importa es quién o quiénes mataron a mi amigo Mésio.
Los policías se miraron extrañados. Iba a decir algo el subinspector pero se adelantó K.
— Era un indigente que murió achicharrado en su chabola y todo parece apuntar a que fueron del entorno de ese don Torcuato. Ocurrió aquí cerca, en la tapias del campo de fútbol Cotorruelo.
El camarero de la serpiente tatuada les llevó las dos cocacolas y la jarra de cerveza.
— Entonces se encargarán del asunto los colegas de la comisaría de Carabanchel. En ningún caso usted. Sanz y yo pertenecemos a la sección de Colmenar Viejo y por eso tenemos el caso Pazos. Lo que insisto en explicarle es que usted no tiene ningún atributo para inmiscuirse en temas policiales.
K. dio un trago profundo a su cerveza. Luego chascó la lengua con fruición.
A Sanz no pareció gustarle el gesto y abrió la boca por primera vez.
— Me da la impresión de que toma a la policía con algo de cachondeo. -le espetó buscándole la mirada.
— Es que me da en la pituitaria que un pobre desgraciado quemado vivo no tiene la suficiente relevancia para la policía de este distrito.
Sanz se revolvió en su silla, pero Murriano atajó la situación hablando con altisonante autoridad.
— ¡Nos desbarremos, hostias! Mire, amigo K., el señor Samper es un empresario lo bastante importante como para que mueva sus influyentes hilos y acabe usted en chirona. Anda en asuntos turbios y lo sabemos, pero se guarda muy bien las espaldas. Tiene agarraderas entre políticos, jueces y en la misma policía. Hay que seguir sus pasos muy sutilmente, tan astutamente como lo hacemos Sanz y yo. Le aseguro que si comete él o cualquiera de los suyos un error lo pagarán de acuerdo con la ley. Pero, para eso, hay que investigar desde la sombra y muy cautelosamente. Llevamos un par de años detrás de "Myers", un matón ya fichado que parece estar en la onda de Torcuato Samper. Seguimos ese hilo y al final llegaremos al ovillo. No lo dude.
K. escuchó con atención las palabras del subinspector. Trataba de no calentar el ambiente y por eso obviaba la presencia de Sanz.
— Pues si llegan unos instantes antes hubieran presenciado cómo me intimidaba uno de los perdonavidas de don Torcuato. Lo mismo era ese tal "Myers" -dijo K. señalando al subinspector.
— Le teníamos a usted captado por los drones desde el día del asesinato de Pazos -contestó Murriano con una sonrisita petulante- Hemos visto la escena en el cementerio, estábamos en el coche desde antes de que comenzara la inhumación. Y no, para su bien, no era ese "Myers". Usted, señor K., infravalora nuestro trabajo. A diferencia de usted, para nosotros esto no es un entretenimiento de jubilado.
Fue un directo al hígado de K. Sintió la sangre acelerándose en sus venas y un sofoco que le obligó a pasarse la mano por la frente y por la cara.
— ¿De qué conocía a Pazos?
En su estado de agitación, le sorprendió la pregunta de Sanz y giró la cabeza con rapidez para dedicarle una mirada de plomo.
— No le conocía, señor oficial -dijo con retintín-, pero para su información el difunto estuvo por los alrededores de la chabola incendiada, junto con otros dos o tres, el día que la incendiaron. Por eso seguí la pista de Pazos y eso me llevó hasta el lugar en que sus jodidos drones me captaron.
— ¿Y ha informado de eso a la policía de su distrito?
Sanz alzó las cejas e hizo un gesto a su compañero.
— Entre los Heraldos Españoles, el club de fútbol Tres Cantos y Torcuato Samper hay un diabólico triunvirato que estoy seguro tienen la clave de los dos asesinatos.
Aseguró K. descargando la agresividad interna.
— El Tres Cantos está fuera de esto, señor K. Simplemente es un gancho para reclutar incautos jóvenes muy manejables. Déjenos actuar a nosotros sin interferir. Se lo digo por su bien.
Añadió Murriano cerrando las manos sobre su vaso de cocacola.
— ¿Me lo tomó como una amenaza, subinspector?
— Tómeselo como el consejo de un hombre sensato.
En la calle, los policías volvieron a su coche oficial y K. se decidió por tomar el metro en Plaza Elíptica. En el vagón sopesó positivamente la entrevista con los polis. Conocía algunos datos más sobre Samper y de ese profesional de la extorsión que llamaban "Myers", tal y como lo mencionó Richard, el jugador del Orcasitas y amigo de Pazos. Sacó el móvil de la cazadora y escribió un mensaje de guasap a Baldomero. "Te espero en el Liu. No tengas prisa." Eran casi las ocho y media de la noche. El vagón se llenaba de trabajadores de vuelta a casa que ojeaban sus teléfonos cansados. Vestían de cualquier manera, sin atisbo de estilismo, con ropas baratas y arrugadas. K. se dio cuenta que por la parte delantera de una de sus deportivas asomaba la piel negra de su calcetín.