Estaba sentado en la grada aterido de frío. Alrededor del campo se erigían unos bloques de viviendas de ladrillo blanco fruto de la promoción socialista de los años 80 en los barrios obreros de la ciudad. Varias terrazas se llenaban de curiosos visionando el partido desde lo alto. No se llevó el coche, de lo cual se arrepintió, y tuvo que andar un buen trecho desde la parada del 121 soportando un viento gélido que le cortaba la cara. Nada le dijo a Baldomero de sus planes, le envió un guasap diciéndole que se verían para comer en el Las Torres y que dedicaría la mañana a dormir. Cuanto menos estuviera metido el ex dueño del Bar Prieto mejor. No encontró problema en hallar localidad disponible ya que en el campo de fútbol de la Asociación Deportiva Orcasitas estaban las gradas casi vacías. Tan sólo las filas próximas al terreno de juego, donde el graderío se parapetaba con una barandilla, estaban abarrotadas. En la tribuna, varios hombres trajeados, contemplaban aburridos el juego. Un coro de cinco chicas jaleaba al equipo cuando atacaba.
K. se había llevado un par de latas de cerveza de medio litro que consumía morosamente fumando un pitillo tras otro. Hubo un gol del equipo visitante que apenas se celebró en el anfiteatro.
A la pareja de quinceañeros más próxima a él les preguntó por Richard.
— Sé que es defensa, pero no le conozco. -se explicó K. sonriendo a los chavales.
Era un joven alto y esquelético que lucía el número 5 en la espalda. Tenía el pelo rapado en los laterales de la cabeza y una mata rizosa crecida en lo alto a guisa de brocha. Lo mismo que cometía muchas faltas, protestaba airadamente cada vez que era objeto de infracción.
El partido terminó con la derrota del equipo local. K. bajó a las inmediaciones de la puerta del vestuario unos minutos antes de que terminara el encuentro; no quería que Richard no se le escapara. Le vio entrar cabizbajo, descalzo, con las botas colgadas al hombro.
— Hola, Richard. Lamento lo del resultado porque no lo habéis merecido. El fútbol es así de injusto.
Richard le miró sorprendido primero, luego le mandó una sonrisita pasajera.
— Me voy a la ducha, perdone.
Le dijo cuando K. le siguió a la taquilla y que comunicó que era amigo del padre de Pazos.
K. se fue a la puerta a fumar sin perder de vista la entrada a las duchas.
— ¿Espera algo? Le advierto que esta es zona privada y no está permitida la estancia a nadie ajeno al equipo.
Por el aspecto adulto, K. pensó en el entrenador del equipo. Vestía un chándal barato, abierto y mostrando una camiseta sudada, con el escudo del club en la pechera.
— Espero a Richard. Vamos a comer juntos.
Al tipo no le hizo mucha gracia. Le mandó desplazarse unos metros hasta el umbral de uno de los vomitorios.
Richard salió media hora después hecho un pincel. K. le salió al paso, lo que le hizo separarse de un compañero de equipo.
— Como te dije antes, soy amigo del padre de Pazos -dijo K. con gravedad- Quisiera charlar contigo un momento. Te invito a tomar algo ahí enfrente.
El joven escudriñó su sombrero y el rostro severo de K.
— Ok, pero que sea rapidito, tengo que ver a mi chavala. Mejor al bar de aquella esquina, en ese se junta todo el equipo y no quiero que me vean hablando con alguien que parece de la bofia o de la mafia.
Arguyó Richard, señalando el final de la Avenida Rafaela Ybarra.
— Le comieron el coco -comenzó diciendo el joven, mientras tomaba su coca cola- Venían tres de nuestra edad más o menos, quizá un poco mayores, y les acompañaba un tío trajeado con jeta de mala ostia. Solían ponerse aparte, sin mezclarse con nadie del equipo. Aunque Jóse nunca me contó ni media, yo creo que le entraron por eso de ficharle en el Tres Cantos. Es otro nivel de fútbol y todos lo sabemos. De ese equipo puedes saltar, si todo va bien y destacas, a segunda división por lo menos. Eso le engatusó a Jóse. Yo era amigo de él, nos conocíamos del colegio y nuestras familias también, pero no sé, se fue distanciando en la medida que esos tipos seguían viniendo todos los domingos. Muchas veces Jóse se iba con ellos después de salir del bar. Estaba claro que eran fachas, sus ropas les delataban y su forma de hablar. Presumían de partir las piernas al más pintado, pero yo creo que eran faroladas; esos tenían pinta de que en cualquier follón sus papás apechugaban con el marrón. Parecía que hablaban de cachondeo cuando decían bestiadas contra los negros y los sudacas que hay en los equipos de los barrios. Les tenían una manía de la ostia, créame.
K. sorbía pausadamente su cerveza echando de menos el pitillo. Soslayaba la puerta del bar pensando en el humo, pero no podía dejar de escuchar.
— Y ahora de entierro -dijo K. moviendo el culo de la jarra de cerveza y en actitud pesarosa- ¿Cuándo es, por fin?
— Mañana por la tarde. Ahora le tienen en el Anatómico Forense. Parece ser que fue un atraco de mierda de esos que te roban las cuatro perras que llevas. La puta ruleta de la vida.
— En el cementerio sur, ¿no?
— Sí, a las cinco. Voy a ir con mis padres y la chavala porque ella también conocía a Jóse. Era un tipo cojonudo, y con gran futuro como portero, se lo digo yo. ¡Estoy seguro de que si no hubiese cambiado de barrio seguiría vivo! ¡Joder!
Los ojos de Richard se humedecieron mientras apretaba los puños contra el canto de la barra del bar. Hizo una pausa y tragó saliva.
— Te prometo que daré con quien le mató. Se lo debo ahora a Paco, su padre.
Dijo K., congraciándose con el sentimiento de Richard.
— Pero te voy a hacer una última pregunta -añadió K.- ¿Escuchaste algún nombre entre los cuatro tipos que visitaban a Pazos? Un apodo, un apellido.
El futbolista estuvo unos segundos pensando.
— Sí, mencionaban a un tal Myers como si fuera un ejemplo para todos. Más tarde me di cuenta, por las cosas con que le relacionaban, que era un mote cogido de la película “La noche de Halloween”, ese que sale con mono de trabajo y una máscara blanca sin expresión. Se me ponían los pelos como escarpias imaginando a Jóse entre mendas de esa calaña. ¡Hostia, cómo pudo meterse en esa banda!
Más tarde, cuando K. viajaba de vuelta en el bus 121, meditaba sobre lo que le contó Richard. Todo indicaba que los Heraldos Españoles y su entorno eran más peligrosos que lo que imaginó. También más organizados. Su condición política estaba clara, sin embargo algo económico debía mover igualmente sus acciones. Necesitaba saber quién era ese don Torcuato y a qué se dedicaba.
Se levantó de su asiento con intención de cedérselo a una mujer embarazada.
— Déjelo, caballero, que hay jóvenes que debieran levantarse antes que usted.
Le dijo la mujer conminándole a sentarse.
Un muchacho del asiento de delante se levantó.
La embarazada le hizo un gesto cómplice a K. al sentarse, entretanto este maldecía su edad apretando los labios y torciendo la boca.