Gritos y voces salían del comedor colindante mientras Manuel, el maître, se aceleró para sujetar al herido.
— ¡Maldito hijo de puta, usted ha mandado que me rajen!
Manuel llegó a tiempo de sujetarle antes que se abalanzara sobre el hombre al que se suponía como don Torcuato, aunque dos tipos robustos, uno era el malencarado de antes, se habían levantado raudos flanqueándole. El joven herido era corpulento, alto, con el cabello cortado a la moda. Su mano ensangrentada temblaba aferrada a la herida.
Baldomero y K., levantados de la mesa y atónitos ante la escena, dieron unos pasos para acercarse pero los gritos de una mujer les volvieron a paralizar.
— ¡Jóse, para! ¡He llamado al 112 y ya vienen! -gritaba desaforada, sujeta por los camareros en el umbral de las puertas acristaladas del comedor- ¡No te muevas que te vas a desangrar, amor!
El lío se complicaba por momentos. Los ocho hombres de la mesa se habían levantado y parecían dispuestos a salir por una puerta trasera que intentaba abrir Campillo, azorado por el desasosiego. El personal de servicio impedía la entrada de curiosos haciendo un cordón en la entrada del comedor reservado.
— Apostaría a que el chaval herido es ese Pazos.
Dijo K. tocando el codo de Baldomero.
El joven herido se desmadejó emitiendo un leve quejido y fue cayendo al suelo entre los brazos del maître.
— ¡¿No hay ningún médico en el restaurante?!
Manuel atendía impotente al chico mientras gritaba pidiendo ese auxilio desesperado.
El supuesto don Torcuato y los demás acabaron desapareciendo dejando su cena a medias y a Campillo en la puerta de emergencias escudriñando el dantesco cuadro con un manojo de llaves colgándole de una mano.
K. llegó antes que Baldomero al herido.
— Es una herida fea -musitó el maître, presionando la zona ensangrentada con el pañuelo que cogió del bolsillo de su chaqueta- Ha perdido el conocimiento pero creo que respira.
K. cogió la muñeca y comprobó el ritmo moroso del pulso.
— ¡Ya oigo las sirenas! -exclamó Baldomero, mirando hacia las concurridas puertas acristaladas.
Campillo se acercó al grupo con el gesto desencajado. Les dijo que lo mejor era que saliesen del local para que los servicios sanitarios pudieran hacer su trabajo sin impedimentos.
— Manuel, por favor, comunícales a los clientes que no se preocupen de sus pagos porque, dadas las circunstancias, el restaurante se hace cargo de todo. Por favor, que abandonen el local.
El gerente, sudando a mares y con el rostro congestionado, tenía cogido por los hombros al maître mirándole de frente. Este, diligente, fue hacia la puerta de entrada al reservado y comenzó a impartir órdenes al personal.
K. y Baldomero se cruzaron al salir con los sanitarios y varios policías.
— ¡No quiero dejarle solo! -aullaba la joven a la entrada del comedor- ¡Tiene la cara como el mármol! ¡Jóse, amor mío!
K. se fijó bien en la chica, sujeta todavía por dos camareros.
Tiró de la manga de la chaqueta de lana de Baldomero para situarse en un rincón a la salida del restaurante. La clientela se iba agolpando en el arenero de la terraza, frente a la puerta del local. Un policía custodiaba la puerta al tiempo que otros conminaban a salir al resto de comensales.
— Quédate bien con la cara de la chica que grita llorando -le dijo K. a Baldomero- Yo tengo que enterarme si el herido es por fin Pazos.
Baldomero le hizo una seña de conformidad.
K., entre el bullicio de la puerta de Francachela, intentaba enterarse de algo provechoso. Un par de agentes colocaban una cinta amarilla en el vestíbulo del local. Por un resquicio vio a la chica hablando con dos policías junto a Manuel y el gerente. El agente de la puerta le llamó la atención y le hizo retroceder. Entre los que salían detectó a tres camareros. Se subió el cuello de la cazadora y se acercó a ellos.
— Joder, vaya follón -les dijo K. ofreciéndoles un cigarrillo- Me ha parecido que el herido es Pazos, el portero del Tres Cantos.
El más veterano de los tres se adelantó.
— ¡Claro que es él! -contestó mesándose unos cabellos grasientos- Y menuda herida tiene el chaval en el pecho. Yo le vi entrar tambaleándose y me quedé helao.
— Le chorreaba la sangre por el pantalón -arguyó otro más joven.
— Con el hombretón que es y fíjate. Mal asunto.
K. lanzaba bocanadas de humo al lienzo gélido de la noche. Dos drones, cada uno a los costados del edificio donde la alojaba el restaurante, vigilaban el acontecimiento suspendidos en el aire.
— La novia estaba para darla algo. No me extraña. -dijo K. tirando la caña.
— Sí, la pobre. Debía estar con él cuando pasó lo que pasó. Está fuera de sí.
— ¿Y qué fue?
— Váyase usted a saber. -dijo el camarero veterano- Andaba con esos indeseables y no podía terminar en nada bueno.
— No me gustan ni un pelo, Tony. Porque, mira, el otro día…..
El camarero más viejo le puso la mano en el pecho y le hizo un visaje de silencio.
— Por la boca muere el pez -dijo sentencioso- Nosotros a nuestro trabajo y a oír, ver y callar. Lo sabes de sobra.
Los tres se miraron y se separaron unos pasos de K. Les saludó con la mano antes de reunirse de nuevo con Baldomero.
— Ha muerto -le dijo a K. nada más llegar- He visto cómo se lo decían al policía de la puerta advirtiéndole que viene de camino el juez y el forense.
K. le escudriñó incrédulo.
— ¿Desde aquí lo has escuchado?
— Es lo que tiene haber estado más de cincuenta años tras una barra de bar: lees los labios al dedillo.
Le contestó Baldomero con una pizca de altivez.
— Aquí no tenemos nada que hacer ya, Bal. Vámonos.
— Pues sí. Cada mochuelo a su olivo.
Tomaron la avenida cuesta abajo.
— Lo que si debemos estar es en el entierro -comentó K.- La chica tiene mucho que contarnos, ¿no te parece?
El otro se encogió de hombros mientras se arrebujaba en la lana de su chaqueta burdeos.
— Vamos a hacernos especialistas en sepelios. Vaya rachita. -comentó chascando la lengua.
Llegaron al límite de la Avenida de Viñuelas y K. torció hacia la izquierda en dirección a la sede de los Heraldos Españoles.
— Eh, Juan, que tenemos el coche en dirección contraria. -dijo Baldomero deteniéndose.
K. le hizo una seña para que le siguiera.