CAPITULO 4
Se levantó para recurrir al Almax. Tenía el estómago pesado y la cabeza le zumbaba como unas maracas. Llegó a la pensión poco antes de la 1,30 de la madrugada agradeciendo la caminata que tuvo que darse desde la estación de metro. Pareció despejarse pero fue caer en la cama y, tras un primer sueño profundo, exhausto, la cerveza comenzó a hervir en su interior.
Disolvió el contenido del medicamento en un vaso con agua y lo tragó con toda convicción. Estaba sentado en el borde de la cama indiferente al frío que envolvía la estancia. Sacudió la cabeza. Entornó los ojos y se decidió a poner en orden lo pasado en la última noche. "Jodido estómago", musitó antes.
Campillo, el gerente de Francachela, fue bastante amable con él aunque la conversación no durara en exceso. K. le contó su propósito de promocionar el restaurante impulsado por la empresa publicitaria que trabajaba para ese periódico vallisoletano. No sabía muy bien cómo salir airoso para convencer al gerente y de esa forma indagar sobre los Heraldos Españoles, así que trató de pintar el patrocinio como si se tratase de algo casi altruista "encaminado a ensalzar las viandas y caldos de este espléndido restaurante de corte castellano". El gerente, un tipo de mediana edad con aspecto de saber del negocio más de lo que suponía K., comenzó a sospechar de tanto encomio y trató de aligerar la entrevista. Además estaba enterado por el camarero que su consumición tampoco había sido cuantiosa ni por lo tanto cara.
— Bien, señor Giménez, -le dijo, haciendo intención de incorporarse- Pues no veo objeción alguna en que su periódico……..
— El Digital Vallisoletano -corrigió oportuno K.
—El Digital Vallisoletano imprima esos mecheros, bolígrafos o ceniceros con nuestro logo y nos los hagan llegar de la forma que consideren oportuna. O bien deseen repartirlos por esas tierras vallisoletanas. Nunca viene de más dar a conocer Francachela
Llegado a ese punto, K. estiró la charla hacia sus verdaderos intereses.
— Sí, el año pasado patrocinamos al club Atlético Tres Cantos pero se decidió que al final de temporada el padrinazgo, llamémosle así, acabara. Hable con ellos, tal vez pueda llegar a un acuerdo de patrocinio. Aunque, siéndole sincero, las cosas en el club no van lo que se dice bien económicamente. Le daré una tarjeta de la persona encargada de la presidencia.
Cuando orilló el tema de los Heraldos Españoles, Campillo dio por terminada la conversación.
— Mire, señor Giménez, comprenderá que tengo muchos asuntos que resolver y más ahora en las horas de las cenas. La hostelería tiene eso: dedicación, dedicación y dedicación. Encantado de conocerle y mándeme noticias de cómo va esa generosa divulgación de nuestro restaurante.
K. empleó una postrera intentona.
— Parece ser que miembros de los Heraldos Españoles se reúnen aquí para comer o cenar los jueves o sábados. ¿Estoy en lo cierto?
Arriesgó, recordando lo que le dijo la vecina de cuando se reunían. Esperó sin perder detalle del mensaje facial del gerente.
— Bueno….sí….. Muchos últimos sábados de mes cenan aquí.
Contestó algo perturbado.
— Un placer, señor Campillo.
Era suficiente, se dijo K. mientras apretaba la mano del gerente.
Abrió los ojos y, oscilante, fue hasta uno de los bolsillos de su cazadora. Allí estaba la tarjeta del presidente o responsable del Tres Cantos. Le sorprendió ver al lado la carpeta con el relato de la chica de Gus. No se había vuelto a acordar. ¡La leche, tengo la cabeza en las Batuecas! Sacó las gafas de la cazadora y comenzó a leer. Una chica llegaba a un pueblo poco poblado en el desierto. Buscaba a alguien de un tiempo atrás que no parecía positivo. Describía a los lugareños, hoscos, abandonados a su suerte en un lugar inhóspito donde la esperanza era una rutina desesperanzadora. Tenía clase el relato. Las palabras, las frases bien construidas le llevaban en volandas hacia él mismo, su época de poeta, de escritor fracasado. Su mente amueblaba la narración al tiempo que se despeñaba por sus vivencias pretéritas. Poemas escritos quemándose en una hoguera que nunca llegó a encender y, sin embargo, destruidos por el devenir de vivir al día, de sostener una quimera que llegó a fermentar en el caldo de la realidad. Juan Peletero García que poco tenía que ver con K., ese seudónimo con la voluntad de permanecer a las muertes, a una juventud fervorosa, al intríngulis de una vida fracasada. Según avanzaba en la narración, sentado sobre la cama, fumando hasta que la bombilla pelada de la habitación se hizo un opaco guiño lumínico, sus pensamientos eran cada vez más sombríos. Recuerdos, tal vez envueltos con cierto celo hacia una mujer, Isabel Garrido Núñez, que no conocía pero que reconocía en su escritura, que le llenaban de lo que marcó su vida desde su ruptura abrupta con la literatura. Olvidar empapándose de alcohol y creerse voz autorizada desde la distancia del tiempo, como si este tuviese la virtud de lo irreprochable. Le dolía leer lo que él ya ni quería ni podía concebir; no deseaba por no ofender al viejo K. en su torpeza adquirida, no podía porque en su mente sólo cabía el resentimiento hacia un inicio que jamás estrenó. Aquellos poemas que le llenaron de orgullo y que maravillaban a los poetas amigos del Grupo Albur (el querido, admirado y ahora maltrecho, encerrado en su mente rota, Ángel Layana) eran ahora aguijones que se nutrían de su inevitable depresión. ¿Tuvo algo más qué contar en sus escritos? ¿Importaba? ¿Le importaba al mundo lo que pudiera contar? Sólo era pasado, leyenda que habitaba en los ruidos de su soledad, carcoma que devoró a su mujer, a sus hijos, que ocultó a Juan Peletero García con el pellejo azaroso de K.
Cuando acabó el relato lo guardó con sumo cuidado otra vez en la carpeta. ¿Cómo podría ayudarla? La pregunta le detuvo en la fijación de las patas inmundas que sujetaban el mueble del espejo. ¿Quién seguiría sobreviviendo? Se interrogó dejando la evocación en manos de un montón de nombres que ahora parecían vetustos, fuera de lugar y de tiempo. No recurrió al móvil, hurgó en el cajoncillo del mueble del espejo hasta que halló una destartalada libreta con las pastas ajadas y con la inscripción cuasi borrada de un año, 1981. Fue abriendo las hojas con delicadeza, como si deshojara una margarita, mientras emitían desde el lomo de la libreta lamentos moribundos de un tiempo en ocaso. Leía nombres y números de teléfono y los desechaba con una sonrisa detenida en la inviabilidad. Sin embargo, sentía la imperiosa necesidad de ayudar como fuese a esa escritora por, de alguna manera, indemnizar a un ayer que aborrecía, un pasado que seguía siendo una herida abierta aunque él se emborrachara para obviarlo. "Aquella vez que visité al ayer" de Isabel Garrido Núñez.