Res publica: ¿Quién puede criar a un niño?

05 de decembro 2022
Actualizado: 18 de xuño 2024

¿Cómo era todo aquello posible? ¿Cómo, desde una lógica economicista, valorar el hecho de que el alimento, algo tangible y necesario para la supervivencia, se encuentre por debajo en la escala de preferencias de algo inmaterial relacionado con la protección, la seguridad, el cariño, en definitiva, del amor? 

Los paradigmas científicos imperantes en la primera mitad del siglo XX en psicología, el psicoanálisis freudiano y el conductismo postulado por B. F. Skinner, sostenían la idea de que el fundamento del afecto entre las madres y sus hijos e hijas de corta edad es la alimentación y, más concretamente, la lactancia. A su modo, cada una de estas dos corrientes psicológicas tan distintas entre sí en la mayoría de sus planteamientos proponían la misma idea: que bebés y madres empezaban a involucrarse en conductas afectivas gracias a la necesidad de los primeros de ser alimentados. Justo después del nacimiento, el principal papel de las madres consistía en proveer de alimento a su descendencia.

 

Este paradigma también resultaba consistente con la forma de ver las cosas en el terreno de la microeconomía, donde la teoría dominante, y así sigue siéndolo en la actualidad, es la de la elección racional, que afirma, grosso modo, que los individuostoman sus decisiones de manera egoísta, tratando de maximizar su propio bienestar personal. De esta manera, llevado esto al campo de la crianza, lo único que el bebé busca en su madre es la posibilidad de ser alimentado. Así, lo que se conoce como vínculo materno-filial no es más que el resultado de un interés egoísta mutuo. El de la madre por mantener a su prole, y así poder transferir sus genes, y el del bebé por ser alimentado para garantizar su propia supervivencia.

 

A mediados del siglo XX, un psiquiatra y psicólogo inglés llamado John Bowlby realizó una serie de investigaciones enmarcadas en lo que hoy se conoce como teoría del apego. Esta es un marco de debate en el que se exploran los fenómenos psicológicos que están detrás de nuestra manera de establecer lazos afectivos con otros seres, y en él tiene una especial importancia la manera en la que los padres y madres se relacionan con sus bebés durante los primeros meses de vida de este último. Es importante destacar que en aquellos tiempos estas discusiones tenían un carácter fundamental pues debido a la II Guerra Mundial, los orfanatos estaban llenos de niños y niñas que a ojos de los administradores solo necesitaban para alcanzar su madurez personal ser adecuadamente alimentados.

 

El problema mayor para Bowlby a la hora de sustentar su hipótesis es que esta estaba más sustentada en argumentos evolutivos y en razonamientos teóricos que en resultados empíricos. Creía que el establecimiento del apego maternal estaba programado genéticamente, o al menos una parte de este. Este fenómeno, al que dio a llamar monotropía, no se llegaba a consolidar si este intercambio de gestos afectuosos acompañado de contacto físico (sobre todo durante la lactancia) se daba una vez cumplido el segundo año de vida del bebé, y no antes. Es decir, que la privación materna, la ausencia de un contacto regular con una madre que proporcionase afecto durante los primeros meses de vida, resultaba muy perjudicial por ir en contra de aquello para lo que nuestra genética nos habría programado.

 

Pero, dentro de las limitaciones propias de un objeto de estudio como ese, tampoco le faltaron datos empíricos. Por ejemplo, a través de una investigación encargada por la Organización Mundial de la Salud acerca de los niños y niñas separados de sus familias a causa de la II Guerra Mundial, Bowlby encontró indicios significativos de que los jóvenes que habían experimentado privación materna por vivir en orfanatos tendían a presentar retraso intelectual y problemas para gestionar exitosamente tanto sus emociones como las situaciones en las que debían relacionarse con otras personas. En una investigación similar, observó que entre los niños que habían estado recluidos durante varios meses en un sanatorio para tratar su tuberculosis antes de cumplir los 4 años, tenían una actitud marcadamente pasiva y montaban en cólera con mucha más facilidad que el resto de jóvenes.

 

Todo esto llevó a Bowlby a la conclusión de que la privación materna tendía a generar en los jóvenes un cuadro clínico caracterizado por el desapego emocional hacia las otras personas. Los niños que no habían podido formar un lazo de apego íntimo con sus madres durante sus primeros años eran incapaces de empatizar con los demás, porque no habían tenido la oportunidad de conectar emocionalmente con alguien durante la etapa en la que habían sido sensibles a este tipo de aprendizaje.

 

Sin embargo, el espaldarazo final a su teoría llegaría de la mano de Harry Harlow, un psicólogo estadounidense que durante los años 60 se propuso estudiar en el laboratorio la teoría del apego. Para ello, realizó varios experimentos con monos Rhesus, parientes cercanos evolutivos a nuestra especie, que bajo los estándares éticos actuales sería irrealizable por la crueldad que involucraba.

 

Lo que Harlow hizo fue, básicamente, separar a algunas crías de macaco de sus madres y observar de qué manera se expresaba su privación maternal. Introdujo a estas crías dentro de jaulas, espacio que debían compartir con dos artefactos. Uno de ellos era una estructura de alambre con un biberón lleno incorporado, y la otra era una figura similar a un macaco adulto, recubierto con felpa suave, pero sin biberón. Ambos objetos, a su manera, simulaban ser una madre, aunque la naturaleza de lo que le podían ofrecer a la cría era muy diferente. Según las teorías economicistas imperantes, no habría duda alguna sobre lo que terminaría ocurriendo: las crías se relacionan con sus madres básicamente por el alimento que les proporcionan, que objetivamente es el recurso con mayor utilidad a corto plazo desde una óptica racional y economicista.

 

Pero lo aparentemente insólito terminó ocurriendo: las crías mostraban una clara tendencia a estar aferrados al muñeco de felpa, a pesar de no proporcionar comida. El apego hacia este objeto era mucho más notorio que el que profesaban hacia la estructura con el biberón, lo cual iba a favor de la idea de que es el vínculo íntimo entre madres y crías lo realmente importante, y no el simple alimento. De hecho, esta relación se notaba incluso en el modo en el que las crías exploraban el entorno. El muñeco con felpa parecía proporcionar una sensación de seguridad que resultaba determinante para que los pequeños macacos se decidiesen a emprender ciertas tareas por propia iniciativa. En los momentos en los que se introducía algún cambio en el entorno que generaba estrés, las crías corrían a abrazar el muñeco suave. Y, cuando se separaba a los animales de este artefacto de felpa, mostraban signos de desesperación y miedo, gritando y buscando todo el rato a la figura protectora. Cuando se volvía a poner al muñeco de felpa a su alcance, se recuperaban, aunque permanecían a la defensiva por si volvían a perder de vista a esta madre artificial.

 

¿Cómo era todo aquello posible? ¿Cómo, desde una lógica economicista, valorar el hecho de que el alimento, algo tangible y necesario para la supervivencia, se encuentre por debajo en la escala de preferencias de algo inmaterial relacionado con la protección, la seguridad, el cariño, en definitiva, del amor? ¿Cómo plantear una ecuación en microeconomía en la que el amor forme parte de las utilidades que un consumidor busca en el Mercado?

 

A partir de los experimentos realizados por Harlow, se ha desarrollado toda una gran cantidad de literatura científica sobre la teoría del apego que vinó a confirmar su veracidad, hasta tal punto que hoy más que una teoría, es, en realidad, un hecho científico. Es por esta razón que, basándose en esos principios, la Asociación Española de Pediatría (AEP) recomienda no llevar a los niños a la guardería hasta que hayan cumplido, al menos, los dos años.

 

Pero ya sabemos que cuando el neoliberalismo entra por la puerta, la Ciencia salta por la ventana. Si durante la pandemia esto quedó suficientemente claro, con los poderes económicos presionando para aplicar medidas contrarias a la salud pública y ejerciendo sobre la clase trabajadora una especie de darwinismo social, la prueba definitiva la tenemos en la mayor amenaza a la que se enfrenta en el corto-medio plazo la vida humana y demás vidas complejas en nuestro planeta: el cambio climático. A pesar de la ingente cantidad de advertencias de la comunidad científica sobre los peligros a los que nos exponemos, las únicas soluciones que se plantean desde las diferentes instituciones son, el mejor de los casos, puramente cosméticas. Nadie logra poner un palo en la rueda infernal del capitalismo. Lo que es bueno para la economía es, en general, malo para la salud.

 

Y en el terreno de la crianza no iba a ser menos. Esto es lo que podíamos leer en un reciente informe publicado por Unicef: “Se está gestando un gran cambio en la infancia, en los países más ricos del mundo. La generación de hoy en día es la primera en la que la mayoría recibe durante gran parte de la primera infancia algún tipo de cuidado infantil fuera del hogar. Al mismo tiempo, las investigaciones neurocientíficas están demostrando que las relaciones afectuosas, estables, seguras y estimulantes con los cuidadores durante los primeros meses y años de vida son esenciales para todos los aspectos del desarrollo del niño (emocional, psicológico y cognitivo)”. La última frase es nada más que la exposición de los principios científicos de la teoría del apego que acabamos de ver. Y terminan recordando el artículo 3 de la Convención sobre los Derechos del Niño que dice: “en todas las medidas concernientes a ellos, el interés superior del niño debe ser la consideración primordial”, y que la Oficina Europea de la OMS afirma que: “La salud de los niños ha de ser lo primero”.

 

Pero no solo están los efectos psicoemocionales derivados de la teoría del apego, sino que también tenemos los puramente fisiológicos. Así, un estudio elaborado por la propia AEP asegura que el riesgo de padecer neumonía se incrementa un 131% si los pequeños asisten a la guardería antes de los dos años, un 69% el riesgo de padecer sibilancias recurrentes, en un 58% bronquitis y un 64% otitis media. Si bien alguna vez se han oído voces defendiendo que las guarderías logran que los niños alcancen una inmunización temprana, recuerdan que el sistema inmunitario de un niño menor de dos años no está lo suficientemente maduro para ser expuesto a toda esa carga vírica. En cuanto a que si favorecería la socialización, no hay mucho que decir, el cerebro social de un niño no se desarrolla hasta los dos años y hasta los tres años no se inician en el juego social. A pesar de esta cantidad abrumadora de evidencias y recomendaciones, en nuestro país, según datos de Eurostat, un 45% de los menores de dos años están escolarizados, la mitad de ellos más de 30 horas semanales, y un 15% de los menores de un año, muchos de ellos desde los cuatro meses de vida.

 

A partir de la cantidad de discursos públicos centrados en poner el acento sobre las causas de la baja natalidad en Occidente en las características psicológicas de la juventud actual: hedonismo, falta de compromiso, de sacrificio, inmadurez…, podríamos llegar a pensar que esto de dejar a los niños a cargo de personas que no pueden atender sus necesidades de apego debido a las precarias condiciones en las que realizan su trabajo (en este sentido hay que recordar que las guarderías españolas son de las que peor calidad tienen especialmente por las elevadas ratios según la OCDE. Aquí, por supuesto, como en casi todo, hay también un sesgo de clase: los hijos de las clases medias-altas tienen su propio cuidador o asisten a guarderías de alta calidad), se deba a que los padres no están dispuestos a asumir los sacrificios propios de toda crianza y desean seguir disfrutando de la vida. Sin embargo, el propio estudio de AEP mencionado anteriormente nos saca de dudas: el 90% de los casos de niños que van al jardín de infancia lo hacen porque los padres tienen que trabajar y no disponen de ningún familiar que los puedan cuidar.

 

Y aquí encontramos una de las principales claves de todo: los permisos de maternidad o paternidad en España son de 16 semanas frente a las 68 de Suecia. Este espacio de tiempo ni siquiera cubre la recomendación de la OMS de alimentar a los bebés con lactancia materna exclusiva hasta los seis meses de vida (otro tema, el de la lactancia materna, que se escapa ya de las pretensiones de este artículo, pero en el que el nuevamente el capitalismo se expresa con toda su crudeza tratando de sustituirla, con campañas de marketing agresivo, incluso entre los propios profesionales de la medicina, por toda una gran cantidad de productos procedentes de la industria de la leche. Según la OMS, lactancia materna ofrece una poderosa línea de defensa contra todas las formas de desnutrición infantil; actúa como la primera vacuna de los bebés, protegiéndolos contra muchas enfermedades comunes de la infancia y reduciendo también los riesgos futuros de diabetes, obesidad y algunas formas de cáncer en las madres lactantes). Recordemos aquí que la lactancia materna es un factor fundamental en la teoría del apego.

 

Ante todo este panorama, contrario a los criterios humanistas de una buena crianza, lo único que se propone desde los poderes públicos son las llamadas políticas de conciliación familiar: flexibilidad en los horarios laborales, guarderías en los centros de trabajo, aumentar el número y las franjas horarias de apertura de los jardines de infancia… Por supuesto, ninguna de estas medidas van encaminadas a atacar la raíz del problema que no es otra que las jornadas maratonianas de trabajo que deben soportar los padres, ambos, si quieren garantizar la supervivencia de todos los miembros de su unidad familiar. En unos tiempos históricos en los que la humanidad ha alcanzado un desarrollo tecnológico inimaginable hace apenas unas décadas, lo que ha facilitado una alta automatización en los procesos de producción, resulta que los seres humanos en vez de haber visto aumentado su tiempo libre, y por lo tanto sus posibilidades, entre otras cosas, para la crianza de los hijos, están condenados a trabajar más horas que nunca. En muchas ocasiones realizando tareas totalmente prescindibles (la agencia británica de sondeos YouGov realizó una encuesta en la que preguntaba “¿Su trabajo aporta algo significativo al mundo?”. El 37% contestó que no y un 13% que no estaba seguro. Una encuesta posterior en Holanda reveló el 40% de los trabajadores consideraban que sus trabajos no tenían razones sólidas para existir).

 

Es por lo tanto una decisión cargada de racionalidad humanista la que toman muchas parejas jóvenes de no tener hijos. Por desgracia, no es una decisión, como tantas otras, por mucho que así lo prediquen los que ponen el foco en el carácter hedonistamente nihilista de nuestros jóvenes, tomada desde la libertad individual, sino condicionada por las estructuras que gobiernan nuestras vidas. Es humanamente razonable que una pareja que no tiene garantizada una mínima estabilidad laboral, un salario digno o una jornada de trabajo que no haga del tiempo libre una excepción en forma de lujo, opte por no tener hijos. Al fin y al cabo, en el Mercado podrá adquirir prácticamente cualquier cosa para tratar de compensar los déficits emocionales o afectivos de sus niños, pero lo que nunca podrá comprar es el componente fundamental que hace de la crianza un acto lleno de hermosura, el amor. Y tal cosa solo se puede desarrollar desde el reino que existe más allá de la necesidad, del trabajo. Y este no es otro que el de la libertad, el del tiempo libre. De momento, este no es país para niños.