Desde los primeros tiempos de la existencia de los grandes medios de comunicación de masas, el periodismo crítico lo ha tenido siempre realmente difícil. Si disponía de alguna información relevante que atentase contra los intereses de las élites económicas propietarias de esos grandes medios o de sus redes de poder asociadas, se enfrentaba a dos problemas mayúsculos.
El primero, sin duda, consistía en cómo lograr filtrarse a través de los canales de información disponibles para que su mensaje lograse ser recepcionado por el gran público, es decir, cómo dar difusión masiva a esa información. Históricamente, el control por parte de los grandes medios no se ha ceñido únicamente a los aspectos relativos a la "producción" de noticias (redacciones de periódicos, estudios de radio, platós de televisión…) sino también a los relacionados con su difusión. Nunca ha resultado sencillo ser escuchado en el espacio público cuando se dispone de poco más que una caja a la que subirse y un megáfono.
Si por alguna afortunada casualidad, conseguía que su información se hiciese viral, surgía inmediatamente un nuevo escollo. Todos los grandes medios tratarían entonces de poner en duda la veracidad de esa noticia, de tal forma que el ciudadano común, sin apenas capacidad para llevar a cabo las correspondientes comprobaciones, acababa aceptando que probablemente todo aquello careciera de la más mínima credibilidad, y era fruto de la invención de algún antisistema dispuesto a todo con tal de ver cumplir sus sueños de anarquía.
A finales del siglo pasado con el surgimiento de las nuevas tecnologías de la información, especialmente Internet, el panorama cambió radicalmente. Si bien es cierto que los grandes medios continúan presentes y siguen intactas sus pretensiones, como los productores de cualquier otra mercancía bajo el capitalismo, de ejercer un control oligopólico sobre la información, no lo es menos que hoy lo tienen realmente mucho más difícil. Hablar de Internet es hablar de la posibilidad manifiesta de la descentralización de la información, y no hay nada más amenazante para quien aspira a ejercer un dominio casi absoluto sobre un bien que que este pueda ser producido y distribuido prácticamente por cualquiera.
Es por ello por lo que muchos filósofos, analistas, sociólogos contemporáneos aseguran que vivimos en la era de posverdad, sinónimo posmoderno de mentira. Para estos pensadores, los campos abiertos por las nuevas tecnologías son espacios predilectos para el engaño y la tergiversación. En ellos nada es lo que parece pues en ese magma caótico de información resulta imposible discernir qué es un hecho, una creencia o una opinión. Según su parecer, el actual auge de la extrema derecha en Occidente, de las organizaciones populistas o de los nacionalismos supremacistas tendría como causa principal la desinformación que surge de manera espontánea del uso de las redes sociales, donde la emoción prima sobre la razón.
En mi humilde opinión, esta visión de las cosas está profundamente equivocada. Gracias a Internet y su "democratización" de la información, hoy resulta, como nunca había ocurrido antes en la historia de la humanidad, para cualquier persona dotada de un mínimo de curiosidad y comprensión lectora, contrastar la veracidad de cualquier supuesto hecho elevado a la categoría de noticia. Si en el pasado los grandes medios de masas eran prácticamente los únicos notarios de la realidad que daban fe de lo que en ella acontecía, y la única alternativa para el receptor del mensaje era dar por buena o no esa notificación, en la actualidad cualquier consumidor de información puede consultar múltiples fuentes que le aproximen de manera más precisa a la verdadera naturaleza de los hechos.
No es por lo tanto en la posverdad, en la manipulación, o en la desinformación donde debemos intentar hallar el origen de nuestros comportamientos irracionales sino en la indiferencia, que no es más que el síntoma de una enfermedad más profunda: el relativismo moral extremo originado por una crisis de valores. No es el que el común ciudadano desconozca algunas verdades incómodas o ponga en duda su veracidad. No, es algo mucho peor. Es que conociéndolas y dándolas por verdaderas, responde de manera nihilista ante ellas. Es decir, con indiferencia, como si en su respuesta no estuviese en juego una actitud moral, o el imperativo categórico kantiano: "actúa de tal modo que puedas igualmente querer que tu máxima de acción se vuelva una ley universal". En definitiva, como si ya nada importase.
Tomemos el caso más paradigmático y dramático en este sentido que conozco. Me refiero al activista Julian Assange. No resulta difícil imaginar la agitación que debió invadirle al ver como el sitio web creado por él y su equipo, Wikileaks, comenzó a recibir a partir de diciembre de 2006 miles de informes anónimos y documentos filtrados que ponían en cuestión todo lo que creíamos saber nuestro sistema democrático y el funcionamiento de los Estados en Occidente. Desde entonces su base de datos ha crecido constantemente hasta acumular 1,2 millones de documentos.
En aquellas filtraciones se desvelaban comportamientos no éticos ni ortodoxos de los principales Gobiernos, pero también en asuntos relacionados con religiones y empresas de todo el mundo. Escándalos desvelados por la prensa en el pasado y aún presentes en nuestro imaginario colectivo como el Watergate o el Irangate palidecían ante la naturaleza de las informaciones allí contenidas. Y Julian estaba dispuesto a ponerlas en conocimiento público con la esperanza de que toda aquella información causase una ola de indignación ciudadana generalizada en todo Occidente. La gravedad de lo allí relatado no admitía otra reacción. La democracia cambiaría para siempre y la transparencia informativa sería una condición necesaria para cualquier Gobierno en un Estado de Derecho.
Para asegurarse que su plan tuviese éxito debía garantizar que se cumpliesen las dos premisas enunciadas al inicio del artículo: su difusión generalizada y la asunción inequívoca por parte del público como información veraz. Lo segundo no resultaba especialmente difícil pues toda aquella documentación llevaba el marchamo de las principales agencias de servicios secretos en Occidente o de sus instituciones públicas. Y para lo primero ideó un plan magistral anunciado previamente, decidió poner a disposición de los principales medios a nivel mundial y de manera totalmente gratuita los archivos con la documentación más sensible. Ante tal oferta aquellos rotativos no podían negarse pues serían vistos por la opinión pública como cómplices de un sistema que parecía atentar contra los valores más elementales de la democracia.
Así, periódicos o medios audiovisuales como The Guardian, The New York Times, Le Monde, Der Spiegel, El País o Al Jazeera comenzaron a hacer pública una parte importante de aquella documentación. Por primera vez en la Historia, la humanidad accedía a un catálogo de información indiscutible sobre la infamia y en primera plana. Crímenes de guerra, torturas, matanzas indiscriminadas, financiación a grupos terroristas, ataques a periodistas, injerencias continuadas de EEUU en la política interior de sus países "aliados"… Todo lo que creíamos saber sobre Irak, Afganistán, Guantánamo, o los valores de nuestras democracias occidentales sufría una demolición. El Ángel de la Historia de Benjamin levantaba su vuelo dejando a su paso un paisaje desolador, devastado por la ruina moral.
Pero la ansiada revolución soñada por Assange no se produjo. Por el contrario, comenzó a sufrir la persecución de las autoridades estadounidenses, las cuales le acusaban de haber revelado secretos oficiales (es decir, verdades oficiales, confirmando ante todo el mundo por si existiese alguna duda que lo hecho público era completamente cierto). El resto resulta conocido. Tras pasar siete años refugiado en la embajada de Ecuador en Londres, hace tres años es detenido, y permanece en régimen de aislamiento a la espera de que se decrete su extradición a Estados Unidos para ser juzgado, donde se enfrenta a una pena de hasta 175 años de prisión por espionaje.
Quienes lo han podido visitar en la cárcel de máxima seguridad en la que se encuentra detenido dicen que se encuentra física y mentalmente destruido. El hombre que soñó con una revolución mundial que crease un mundo más justo, más humano y por supuesto más democrático permanece hoy olvidado y al borde de la demencia. Un héroe moral, un auténtico Prometeo moderno cuyas indiscutibles e infames revelaciones solo lograron generar, en el mejor de los casos, un reguero de indiferencia entre la mayoría de la ciudadanía.
Pero no es ni mucho menos el único. Ahí tenemos por ejemplo los casos del informático y ex agente de la CIA Edward Snowden, la soldado Chelsea Manning o el ingeniero de sistemas Hervé Falciani. Todos ellos pusieron a disposición del gran público informaciones que en cualquier racional escala de graves dejan la mayoría de los asuntos considerados trascendentales por nuestros grandes medios en anécdotas de sobremesa (solo por poner un ejemplo, la lista de defraudadores fiscales facilitada por Falciani contenía miles de nombres de personas físicas y jurídicas, entre ellas personalidades del mundo empresarial, de la nobleza y del espectáculo, residentes en más de doscientos países, que acumulaban algo más de 102 000 millones de dólares en el banco suizo en el que trabajaba, y alrededor de 30 000 cuentas bancarias). Pero nuevamente se encontraron ante un muro de indiferencia ciudadana, y todos ellos son víctimas de la persecución judicial que ha cambiado sus vidas para siempre (Falciani, por ejemplo, está obligado a una comparecencia semanal en el juzgado, entrega del pasaporte y prohibición de salir de España. Además, la policía local del municipio donde reside debe vigilarle a diario y cualquier viaje o salida de la localidad deberá ser autorizada por la autoridad judicial). Al igual que le ha ocurrido a Julian hoy ya prácticamente nadie se acuerda de ellos, y ni siquiera gozan del más humilde de los reconocimientos por su moral, altruista y arriesgada labor.
Esta corriente devastadora de indiferencia que nos conduce al más profundo de los abismos morales la observamos de manera continuada en nuestro país. Es la que se esconde tras afirmaciones como "todos los políticos son iguales", "para que vayan a robar, prefiero que me roben los míos", o "yo de política no entiendo" que terminan sirviendo como justificación para continuar votando a partidos que hacen de la corrupción su bandera o que han sido calificados en sede judicial como organizaciones criminales o que han terminado con casi toda su cúpula entre rejas. Es la que permite incluso la confesión pública de haber cometido acciones inmorales como haber pagado a un familiar una comisión millonaria en un contrato público para comprar material sanitario durante la pandemia y ser premiada políticamente por ello. O haber dado órdenes senicidas por escrito y con firmas digitales y así confirmadas públicamente por un propio consejero de ese gobierno, y obtener una victoria electoral indiscutible. O al común de los ciudadanos seguir declarándose juancarlista o monárquico tras el continuo chorreo de informaciones procedentes de todos los canales sobre actividades delictivas del hoy Rey Emérito. O escuchar las gravísimas revelaciones en sede judicial de un Luis Bárcenas o José Manuel Villarejo con sentencias judiciales mediante que socavan los cimientos de nuestro Estado de Derecho, y afirmar sin sonrojarse que vivimos en una democracia plena…
No, no hay en todo ello ni un gramo de posverdad, desinformación o como dicen los (pos)modernos fake news; todo resulta sobradamente conocido, pero a la vez resulta impermeable para muchas conciencias (aquí el autoengaño toma el mando), de ahí la indiferencia. Por supuesto, aun existimos muchos y muchas que continuaremos indignándonos ante lo inmoral, lo injusto o lo indecente. Es nuestra forma de expresar que aún estamos vivos. Pues como decía el maestro Anguita: "Con la dignidad no se come, pero que un pueblo sin dignidad se pone de rodillas y termina sin comer".
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