El miedo es una de las emociones primarias más básicas y adaptativas que existen pues funciona como eficiente mecanismo de defensa para protegernos de todas aquellas situaciones en las que está en juego nuestra supervivencia. Gracias él, evitamos situaciones que nos pueden generar algún tipo de daño o perjuicio, activando nuestros sistemas fisiológicos para dar una respuesta rápida de huida o ataque. Claro que, como todo producto evolutivo, también presenta su contraparte, más aún en una especie fundamentalmente cultural como la nuestra, y es que, en numerosas ocasiones, el miedo no solo desencadena respuestas de huida o ataque, sino que también puede conducir a la parálisis, al desarrollo de trastornos de ansiedad, o servir de catalizador para la consolidación de todo tipo de creencias irracionales o supersticiosas.
La inmensa mayoría de los miedos son adquiridos, pero, por supuesto, como cualquier otro mamífero, poseemos también miedos innatos. Como seres biopolíticos que somos, nuestra naturaleza se ve atravesada por dos condicionantes esenciales: la genética y la cultura. Y estas están en continua dialéctica. Así, el miedo innato a los extraños (muchos bebés, por ejemplo, empiezan a llorar o dejan de sonreír al ver a un desconocido) puede hallarse presente de manera inconsciente en las actitudes xenófobas de ciertos individuos; u otro miedo innato como puede ser el relacionado con las alturas (tal es así que el propio organismo tiene reflejos que pretenden evitar las caídas como el llamado reflejo de Moro) acaba entremezclándose con la fobia cultural a volar en avión.
Que la herencia genética de nuestros antepasados nos haga portar una serie de miedos que vienen de serie (y que a lo largo de miles de años fueron fruto de la selección natural pues aseguraban el éxito reproductivo de los sujetos que los experimentaban) no quiere decir que a través del aprendizaje y la razón podamos reducir sus efectos al mínimo.
De esta manera, el miedo a volar mencionado anteriormente es combatido con datos de carácter estadístico que nos informan que el avión es, sin duda, el medio de transporte más seguro que existe. "Una persona que volara diariamente tendría un accidente cada 3.000 años", afirman desde la Asociación de Compañías Españolas de Transporte Aéreo. Según las últimas cifras oficiales, la tasa de accidentes mortales en el transporte aéreo comercial en 2021 fue de 0,18 accidentes fatales por millón de vuelos, la más baja desde 2017. Por el contrario, el año pasado se produjeron en España 921 siniestros mortales en las carreteras.
Pero, ¿es realmente el avión el medio de transporte más seguro? Volvamos a la cifra de los 921 accidentes mortales de tráfico en 2021. Según los datos más recientes facilitados por la Dirección General de Tráfico, en España había 25 millones de turismos matriculados en 2021. Supongamos, en una estimación conservadora, que cada vehículo se usara una media de dos veces al día: un viaje de ida y vuelta al centro de trabajo, o para recoger los hijos a la escuela, o para hacer la compra… Esto hace una media de 50 millones de trayectos diarios en coche en nuestro país. Lo que da un total de 50 x 365 = 18250 millones de viajes en coche al año. Por lo tanto, la tasa de accidentes mortales por cada millón de desplazamientos en carretera en España el año pasado sería de 921 / 18250 = 0,05. Es decir, más de tres veces menos que la tasa de siniestros mortales en la aviación comercial.
Lo anterior es tan solo un sencillo ejemplo que invita a la reflexión sobre la naturaleza de nuestros miedos cuando habitamos en realidades estratificadas socialmente y dominadas por fuertes intereses económicos. ¿Cuánto hay de objetividad en el miedo que siento? ¿No se trata realmente de una fobia inducida por los intereses de las élites y sus portavoces los grandes medios de comunicación? ¿No debería sentir más temor o preocupación por algunas situaciones que pasan desapercibidas en la opinión pública, siempre bajo el riesgo de ser confundida con la opinión publicada? Estas son preguntas que todo el mundo deseoso de someterse a una terapia (biopolítica) para el tratamiento de sus fobias debiera realizarse.
No faltan ejemplos de psicosis sociales inducidas mediáticamente. Este verano multitud de españoles se fueron de vacaciones bajo el temor de que a su vuelta su vivienda estuviera okupada. Es decir, bajo el miedo de sufrir un allanamiento permanente de morada. Delito que, según estadísticas del Ministerio de Justicia, se produce menos de uno cada día en todo el país. Asaltar un hogar y permanecer en él sería como si un asesino se mantuviese al lado de la víctima a la espera de ser capturado por la policía.
Cosa bien diferente son las usurpaciones, que en realidad son okupaciones de inmuebles que no están habilitados como viviendas y que son propiedad de grandes bancos y fondos buitre. Estos atesoran más de tres millones de inmuebles vacíos (recordemos, sin embargo, el multimillonario rescate bancario sufragado entre todos y que hoy se da perdido), mientras más de 40 mil personas no disponen de un techo para vivir. Se trata así de generar fobias alienantes en el común de los ciudadanos con la finalidad de que haga suyos los intereses de los grandes tenedores de inmuebles vacíos y de las empresas de seguridad privada.
Durante la pandemia, la mayor parte de la atención mediática y por lo tanto de la opinión pública (apoyadas a su vez por algunas legislaciones que solo podían ser calificadas como anticientíficas, sino directamente absurdas, como ya advertimos en un anterior artículo) recayó sobre las celebraciones familiares, las fiestas privadas o los botellones clandestinos, cuando en realidad las mayores densidades de población, y por lo tanto los focos de mayor contagio, se daban en el transporte público, los centros educativos o en los lugares de trabajo. Claro que centrar la atención en aquella clase trabajadora dirigiéndose en masa a cumplir con sus obligaciones laborales, muchas de ellas absolutamente superfluas, hubiese supuesto cuestionarse si la economía debía situarse por encima de la salud.
El caso es que, hasta la fecha, tras más de dos años y medio de pandemia, el número de muertos en nuestro país por causa del coronavirus es de 115.000, de los cuales, 35.000, uno de cada tres, fallecieron en el interior de las residencias de mayores. Residencias en su amplia mayoría gestionadas por empresas privadas (tres de cada cuatro) y de las que el coronavirus simplemente desveló lo que era vox populi pero se negaba desde las propias entidades y desde las administraciones: aquellos centros presentaban (y así sigue siendo) una amplia relación de carencias, deficiencias y malas prácticas, tanto en su gestión como en la falta de controles y auditorías administrativas. Finalmente, los pabellones de la muerte no fueron ni los parques públicos, ni los teatros, ni las salas de conciertos, ni los museos (todos ellos espacios cerrados o estrictamente regulados según la fase de la pandemia). Fue en el ámbito dominado por el Mercado donde la Parca estableció su reino.
La seguridad ciudadana es otra de las fobias psicosociales más extendidas, fruto, sin duda, de la gran cantidad de espacios mediáticos que nos bombardean cada día con noticias de nuestra crónica más negra. El espacio público ha dejado de ser para mucha gente un lugar seguro, y esto ha provocado incluso que muchos padres prohíban a sus hijos o sientan inquietud e incertidumbre ante la realización de actividades similares a las que ellos mismos hacían a su edad con total despreocupación por parte de sus progenitores (padres que, paradójicamente, vivieron su infancia o adolescencia en los años 80, cuando el SIDA y las drogas duras, especialmente la heroína, causaban estragos entre la juventud y suponían una seria amenaza a la seguridad ciudadana). La desconfianza, la inquietud, la sospecha… se han adueñado de las calles, cada día (y noche) más vacías.
Sin embargo, España es uno de los países más seguros del mundo. Según datos del Global Peace Index, ninguna ciudad española aparece entre las 25 más peligrosas de Europa. La tasa de homicidios (número de homicidios dolosos y asesinatos consumados por 100.000 habitantes) alcanzó en el año 2021 un valor de 0,61, ocupando el puesto 24 de los 27 países que conforman la Unión Europea. En materia de robos y atracos, España se encuentra en uno de los puestos más seguros del ranking europeo con una tasa de robos que afecta a 351,1 de cada cien mil personas. Significativamente inferior a países como Dinamarca (3.951 casos), Suecia (3.810), Países Bajos (3.219) o Reino Unido (2.286).
Si hasta ahora hemos enunciado algunos ejemplos de fobias sobredimensionadas e inducidas, es hora de hablar de aquellas situaciones susceptibles de ocasionar temor por ser objetivamente significativas y que, sin embargo, pasan desapercibidas para la mayor parte de la ciudadanía por ser sistemáticamente ignoradas en nuestro espacio mediático. Ya sabemos que de lo que no se habla, no existe. Y lo que no existe, se margina. Como ya habrán adivinado, la razón para ello es que emanan directamente de la violencia estructural subyacente a nuestro ecosistema socioeconómico.
Según el Instituto de Salud Carlos III, en España han fallecido más de 4.700 personas por el exceso de temperatura entre finales de abril y comienzos de septiembre. La mayor mortalidad se observó durante las tres olas de calor de los últimos meses. Se estima que en 42 días de temperaturas extremas se produjeron en torno al 75% de todas las muertes atribuibles a este fenómeno; lo que equivale a 83 muertes cada uno de esos días. Cifra similar a la media de muertes diarias por coronavirus desde que se declaró la pandemia.
Muertes que responden fundamentalmente a dos tipos de perfiles no incompatibles entre sí: trabajadores, o personas con problemas respiratorios crónicos. Ambas fácilmente evitables. Pero el primero está condenado a ganarse la vida, aunque sea a costa de realizar un trabajo de horas y horas a pleno sol a más de 40º C, y el segundo probablemente no pueda permitirse refrigerar su vivienda por los prohibitivos precios de la energía. Hablar de ello en nuestro espacio público-mediático supondría tratar temas como la violencia laboral, el terrorismo económico, o los devastadores efectos climáticos del capitaloceno.
Dentro exclusivamente del mundo laboral, en nuestro país mueren, según los datos de 2020 y 2021 del Ministerio de Trabajo (a pesar de que la actividad empresarial se vio mermada por la pandemia), dos personas cada día por accidente laboral. En relación a este año, un total de 475 trabajadores fallecieron en accidente laboral en los siete primeros meses, 69 más que en igual periodo de 2021, lo que en términos relativos implica un aumento del 17%. Lo que arrojará una tasa de 40 muertes al año en el tajo por cada millón de trabajadores (recuerde que la de homicidios o asesinatos de cualquier naturaleza es de seis por cada millón de habitantes).
Atendiendo ahora al último informe de enfermedades del trabajo de enero a junio de este año elaborado por UGT, cada día son víctimas de una enfermedad profesional en España 52 personas. Es decir, al final del año, por cada millón de trabajadores, unos mil habrán contraído una enfermedad, en ocasiones mortal, relacionada con su puesto laboral.
Todo ello en un contexto de automatización de la producción y de terciarización de la economía donde los antaño trabajos más peligrosos relacionados con el sector industrial prácticamente han desaparecido. De momento no se conoce informativo que tenga a bien noticiar los nombres y las circunstancias de esos dos muertos diarios en el trabajo.
Para finalizar, según el Instituto Nacional de Estadística, en 2020, último año del que se conocen datos, hubo 3.941 suicidios, la primera causa de muerte no natural en nuestro país. Once suicidios cada día, uno cada 2 horas y media, y un intento cada siete minutos. Una tasa anual de 85 suicidios consumados por cada millón de habitantes (recuerde nuevamente la de homicidios o asesinatos).
Resulta del todo evidente que en una gran parte de estos suicidios los factores socioeconómicos juegan un papel fundamental como desencadenante. Así lo afirma el trabajo de investigación realizado por la Universidad de Oviedo en 2017 titulado “Suicidio, desempleo y recesión económica en España” que encontró que en el periodo 1999-2007 cada incremento del 1% en la variación anual de desempleo se asoció a un 6,90% de incremento en la variación anual de suicidio. En hombres en edad laboral, el 1% de variación anual de desempleo se asoció a un 9,04% de incremento en la variación anual de suicidio. Pero es que, además, y he aquí lo más espeluznante, según datos del Consejo General del Poder Judicial, más de 18.000 suicidios desde 2008 a 2018 fueron de personas que habían contraído deudas impagables con entidades financieras.
En definitiva, parece del todo razonable, o al menos más razonable que otras cuestiones que suelen provocar un temor más generalizado entre la ciudadanía, sentir miedo cada vez que acudimos a nuestro centro de trabajo, o sufrimos los rigores del cambio climático, o nos presentamos en una entidad bancaria a solicitar un crédito. Si realmente desea sobrevivir en la jungla neoliberal posmoderna, más le vale readaptar sus miedos y ponerlos en consonancia con los verdaderos peligros que acechan en este ecosistema.