Tan pronto entró el dinero en el banco desde la Seguridad Social, lo saqué pues mi necesidad monetaria era urgente. Poco me duró la arrogancia y la alegría, la paga no llegaba a los ochocientos euros. Dejé cincuenta euros para que no me cerraran la cuenta y tuviera que abonar el puto interés correspondiente. Uf, la sobrevivencia.
Me fui paseando hasta Atocha y mis pies me llevaron al lugar de siempre: la cuesta de Moyano. Allí los puestos de libros abundan, aunque cada día hay menos, y su precio, si son de bolsillo y muy antiguos, es más que aceptable. Como yo nunca he tenido mucho dinero y me ha gustado mucho la lectura, la cuesta de Moyano era el lugar ideal para pasar un rato agradable. Hacía varios años que me había separado de mi mujer, por lo tanto nadie me esperaba para comer y a nadie tenía que dar explicaciones de nada; podía perderme a gusto entre los libros.
Me gustaba rebuscar en las montoneras de libros a un euro. La mayoría eran basura, literatura de serie C, incomestible, pero siempre podía surgir la sorpresa. Y aquella mañana en la que cobré mi primera paga de pensionista me pasmó lo que hallé.
El libro estaba muy deteriorado: la portada, además de amarillenta, tenía dobleces infames, el lomo sobado hasta desaparecer en los bordes y en la contraportada, la fotografía del autor y el texto, estaban desaparecidas en un borrón ocre donde afloraba lo subcutáneo del papel. Evidentemente no me llamó la atención el aspecto deplorable del libro sino el nombre del autor: Elías Sender. Al coger el volumen escuché su voz profunda, pero aniñada a la vez, en aquella bancada del colegio. Elías Sender, pronuncié, creo, que en voz alta y queda, mientras sostenía el libro entre las manos y escudriñaba la cuesta de la entrada a El Retiro rememorando tiempos remotos.
Tenía que ser él ya que cierta vez, cuando teníamos veintitantos años, me le encontré por la calle del Pez. Tenía una pinta lamentable, como si se tratase de un harapiento que había dejado la esquina de pedir limosna, e iba cargado con un carpetón donde sobresalían unos gruesos cuadernos de anillas. Aunque se había dejado su pelo rizoso largo y mostraba una perilla muy bohemia, le reconocí al instante. Detuve su paso atolondrado para recordarle nuestra relación. Tardo poco en volver al pasado y reconocerme y, evidentemente, preguntarme por Eduardo Candel, el otro amigo inseparable del colegio. No sabía nada de Candel desde que los tres nos separamos en primero de bachillerato.
— Ahora soy poeta.
Me dijo de sopetón, muy ufano, y mirándome sonriente.
Me vino bien su jactancia, la verdad, porque reconocer alguien que se dedica a la poesía a finales del siglo XX conducía a la hilaridad. Y no porque yo, precisamente, no albergue veneración hacia las letras (siempre me he considerado un escritor frustrado que lee compulsivamente), y en especial a la poesía, sino porque al hombre corriente, el de a pie, el más cotidiano, le importa un rábano la poesía y la mayoría piensa, sin temor a equivocarme, que es nido de vagos y charlatanes sin más. Un bufón sin oficio ni beneficio, que diría mi padre.
Estuvimos poco más. Nos pasamos los números de teléfono y quedamos en vernos un día para charlar más despaciosamente. Ni él me llamó ni yo tampoco.
Elías Sender, Eduardo Candel y yo nos hicimos inseparables en el colegio de la calle Isabel La Católica. Ellos dos se encontraban y despedían en la esquina de la calle Torija con Fomento, en la que vivía Sender, y yo me encontraba con ellos en lo alto de la cuesta de Isabel La Católica esquina a la plaza de Santo Domingo, lugar en el que yo tenía la casa familiar. Entramos en primaria y seguimos, curso tras curso, hasta primero de bachiller porque el colegio no poseía superficie para más clases. Irremediablemente después tenías que ir al instituto o a un colegio autorizado. Los tres tomamos caminos diferentes. Pero los años que vivimos en aquel colegio fueron dichosos, inolvidables.
Candel y yo, en primavera y verano, después del colegio, íbamos a jugar al balón, a las chapas o a las bolas a la plaza del Cabo, junto a la plaza de Oriente. Sender nunca iba. Eso nos llamaba la atención pues en el colegio, en el recreo o al entrar o salir, congeniábamos a la perfección. Nos gastábamos bromas y jugábamos con un balón hecho de papelotes, bolsas de plástico y celofán un día sí y otro también. Como le ocurría a Candel y a mí, nos encantaba estar juntos y parecía que nos faltaba una mitad de nosotros mismos si no estábamos los tres. Sin embargo, Sender se escurría cuando el colegió no estaba por en medio. Veíamos a su hermana y su madre en la plaza y le preguntábamos por él.
— Se ha quedado en casa. Os manda recuerdos.
Nos decía su madre como por decir algo.
— Es que mi hermano es muy raro.
Apuntillaba su hermana Conchita mientras saltaba a la comba con otras amigas.
Siempre nos extrañó su ausencia y sus evasivas para reunirse con nosotros fuera de horas lectivas. Sabíamos, porque él mismo nos lo contó, que los fines de semana y en vacaciones iba a casa de sus abuelos en el barrio de Tetuán, y que allí tenía a su amigo Benito y a su primo Ramón, y que jugaba con ellos, y que, para nuestra intrínseca decepción, eran sus amigos predilectos.
Sender era alto y esmirriado, tenía los ojos claros y unas orejas bastante generosas de las que se avergonzaba. Cuando le turbaba alguna situación, de las que había bastantes, en vez de ponérseles coloradas las mejillas se le ponían las orejas. Tenía la piel lechosa, aunque no tanto como yo, marcándosele las venas en la cara interna de los antebrazos como si fuesen los hilos de los ovillos de lana que nuestras madres tejían en aquel tiempo. Hablaba lo justo y era un alumno ejemplar de cara a la galería. Luego, conociéndole, era juerguista y alborotador aunque su aspecto serio lo negase.
El libro que sostenía en la mano me trajo de sopetón todo ese tiempo a la memoria. De vuelta a casa no dejé de pensar en esos tiempos y en lo que sería de él. Lo que estaba claro es que escribió un libro, una antología poética que compilaba todos sus poemas desde el año 1978 hasta 1988. Diez años. Desde ese año o dejó de escribir o había abandonado la escritura. También era posible que alguna otra editorial hubiera publicado una antología más reciente o poemarios más actuales. No lo sabía, claro, pero lo que sí supe, desde el instante que la casualidad me acercó al libro, que tenía que averiguarlo. Tenía todo el tiempo del mundo y la sana curiosidad por el paradero de alguien querido hacía mucho tiempo. Yo era un autor malogrado y deseaba hallar la pista de uno que llegó a tener una antología poética. Todo un logro. Antes de salir del metro ya lo tenía decidido.