La llamada (1ª parte)

26 de novembro 2024

La tercera vez que lo escuché desperté a mi mujer. Las otras dos veces lo tomé por algo pasajero, casual, debido tal vez a mis recurrentes tapones de cerumen en los oídos o a mis pesadillas que cada vez eran más frecuentes y duraderas.

 Sin embargo, no era esa su procedencia, ya que lo escuchaba estando despierto y bien despierto y mis oídos no zumbaban excepto para ese machacón zumbido.

Mi mujer se levantó soñolienta, murmurando algo por lo bajo, y se quedó parada en un lado de la cama. Escuchaba atenta alternado miradas interrogantes hacia mí. Luego salió a la terraza oteando el horizonte de la noche.

— No se oye absolutamente nada -me dijo algo malhumorada y con los brazos en jarras cuando regresó- Te he dicho tantas veces que mezclar el alcohol con tus antidepresivos es una bomba de relojería.

Levanté los ojos hacia ella turbado.

Tenía razón en lo de ese cóctel que me tomaba noche tras noche. Bebía y no podía prescindir de unas pastillitas sonrosadas que tomaba, en su dosis de mantenimiento, desde que sufrí una depresión años atrás. No es que esa patología me hubiese abandonado del todo, pero sus efectos de desánimo y abatimiento se paliaban con la ingesta de alcohol. Era mi medicina y nunca, en más de veinte años, me produjo daño alguno.

— Anda, duérmete y no des más vueltas a algo que sólo oyes tú.

Me dijo, volviéndose a meter en la cama.

Daba vueltas y vueltas en la cama y el sonido seguía. Yo, en las otras dos veces que lo escuché, también salí a la terraza y examiné el equipo de música y el ordenador y el frigorífico por si algo seguía funcionando y produciendo ese ruido molesto. Todo era inútil. El sonido procedía de algún lugar fuera de la casa.

Sonaba como una máquina grandiosa que no paraba de prensar, troquelar o aplastar algo. Era un sonido monocorde, muy lejano, con ínfulas amenazantes, desafiantes, o eso me parecía a mí. Me despertaba en mitad de la noche y nunca lo escuchaba de día. Sí que es verdad que cuando estuve en los momentos álgidos de la depresión mi cabeza albergaba voces o ruidos extraños pero nunca de la misma índole que este que me desvelaba con su irrefutable realidad. Los otros los reconocía como fomentados por la medicación o como secuelas del abatimiento, sin embargo esa máquina lejana e insistente sonaba como algo tangible en algunos de los pisos superiores de mi edificio o en algún punto de la ciudad. Sonido aleatorio que, aunque lo escuchase distante, tenía la sensación de que era aledaño, como si me tentara para que lo descubriera. No le oía todas las noches, jugaba antojadizamente y tanto a horas tempranas del sueño como a las más cercanas del amanecer. Pero su música era inmutable al igual que su amortiguada intensidad.

— ¿Qué tal te levantas?

Me preguntó mi mujer cuando entré en la cocina a desayunar.

Asentí con un gesto que significaba trivialidad. Era un día festivo, por lo que no tenía que ir al odioso trabajo que desempeñaba, con lo cual me encontraba bien, libre de ataduras. Pero la respuesta que le di a mi esposa se refería al jodido ruido de la noche pasada.

— Tendríamos que ir al cementerio a ver a mis padres.

Mis suegros murieron recientemente, un año de diferencia entre ambos, y mi mujer solía quedar con su hermana para ir a su tumba cada tres o cuatro meses.

— Está bien. Luego podríamos ir a comer a Casa Manolo. Como hoy es festivo darán un menú especial.

Contesté mientras me untaba mantequilla en un panecillo.

Mi temperamento, habitualmente anodino y tristón, variaba en los días que no tenía que ir a trabajar. Me ocurría desde mi juventud y no varió ni un ápice con el paso de los años. Siempre tenía la sensación que con mi trabajo perdía vida pero nunca hice nada por salir. Me acomodé a ser un dependiente de medio pelo en un negocio de medio pelo y así fueron pasando los años.

— Genial. -dijo mi mujer con un ligero toque cantarín- Hace tiempo que no salimos, nos vendrá bien a todos.

Fuimos al cementerio y comimos en Casa Manolo una comida excelente. Mis cuñados nos acompañaron y todos tuvimos un día agradable.

— Deberíamos tener estos días más a menudo -dijo mi cuñada de manera enfática- Somos familia y apenas nos vemos a no ser en el cementerio.

No me gustaba la idea de verlos asiduamente. Eran buena gente pero, las hermanas, acaparaban la conversación recordando tiempos pasados en familia. Los hombres nos sentíamos desplazados, sin nada que comentar, y, para colmo, entre nosotros dos no había lo que se dice buen filing. Él estaba enamorado de su trabajo y te daba largas charlas de cómo hacer un perfecto suelo de madera “sin que te quede una sola ceja”. Te lo explicaba una y cientos de veces. Me aburría sobremanera.

Antes de que nos acostásemos, mi mujer llamó a nuestro hijo que está trabajando en Alemania. Parece que le va bien y que tiene una pareja.

— Se llama Klaus.

Me comunicó mi mujer cuando colgó.

— Espero que no sea tan pedante como su anterior pareja. Vaya brasa de tío.

Comenté al tiempo que daba un sorbo a mi café.

— Ya sabes que no me gusta inmiscuirme en la sexualidad de él. -dijo ella moviendo el dedo índice hacia mí- Es totalmente libre de hacer lo que le venga en gana.

— No he dicho nada acerca de su sexualidad; dije que su otra pareja era un plomo de cuidado. Tú lo sabes como yo.

Pero ella ya había salido en dirección al dormitorio.

Puse el despertador en hora y nos dimos un beso ligero antes de ocupar el sitio cotidiano en la cama. Creí que iba a dormir casi de un tirón, pues había tomado más copas de las habituales con nuestros cuñados, pero me equivoqué. El sonido de la máquina me despertó apenas un par de horas después.