Llegado abril, hormonados merced al calor y a nuestros trece años; atraídos los dos desde la infancia el uno hacia la otra, al salir de clase ocupábamos el prado para nuestros juegos. Allí, sentados en el cereal, comentábamos las cosas del día e intercambiábamos pequeños poemas escritos en una hoja de papel de cualquier libreta de clase que marcaba el momento del día en que había surgido el poema. Allí, ella me regaló aquel libro que me llenaba con su lectura por las noches.
Corríamos; ella escapando de mi en fintas calculadas y yo haciendo que la cogía cuando en realidad la empujaba suavemente para verla caer desarbolada y sin control, hasta que, ansiosos ambos por ser atrapados rodábamos "accidentalmente" por la hierba. Entonces el deseo, el ritmo de las pulsaciones aumentaban; ella fingía estar exhausta y se tumbaba jadeando, con la mano sobre su pecho para indicar que nuestro juego entraba en la "fase médica" y esperaba que mis pánfilas manos buscaran con torpeza el punto enfermo sobre unos pechos ya definidos, en un tacto nuevo para los dos, bajo la tibieza de un sol limpio que nos completaba sobre el aplastado campo de centeno.
En la noche el recuerdo mantenía la ilusión y ocupaba mi mente junto a tareas del instituto aun por acabar, imposibles de acabar mientras su imagen no saliera de mi mente; es decir, nunca.
Cuando quedaba dormido dejaba caer sobre la alfombra la lectura que me había regalado : "Amor, Diario de Daniel".