Quedaban dos días para que se celebrase la Navidad por lo que la Fábrica estaba en actividad frenética hasta altas horas de la noche. Nevaba, como tenía que ser, y Klaus , mientras se ponía fatigosamente sus botas altas rojas, las de toda la vida, maldecía por lo bajo pues su abultada tripa le impedía agacharse para ponerse el calzado.
— Tengo que ayudarle, señor Klaus, de lo contrario no llegará a su cita -le vituperó Oliver, el duende más anciano aunque no tanto como lo era Klaus.
— Gracias, Oliver, aunque te advierto que ya llegarás a mi edad y comprenderás lo que cuesta agacharse -contestó Klaus, colocándose su abundante y blanca barba por encima de la pechera de su casaca.
Sin más tardanza fue hasta la entrada de la Fábrica bamboleando su rotundo cuerpo y carraspeando como si tuviera en la garganta briznas de muérdago. El trineo lucía preparado: el asiento acolchado junto a una manta doblada, los renos tiesos sin importarles la capa de nieve que cubría sus lomos, el farol enganchado en el cuerno de Rudolph, el reno más longevo, el que presumía ante las hembras de tener más de trescientos descendientes.
Klaus se acercó a Rudolph para relatarle algo íntimo cerca de su oreja. El reno agitó un par de veces la cabeza sembrando de nieve la casaca de Klaus, quién se encaramó al trineo gritando con la voz ronca "Halaviuuuu" y el trineo puso su marcha ascendente con presteza.
Oliver, y los otros duendes que le sucedían en edad, los diez del Consejo Fabril, despidieron al anciano agitando sus manitas de las que emanaba un polvo de variados colores que resaltaba en la noche entrelazándose con la nieve.
Rudolph, a pesar de su edad, tiraba majestuosamente del trineo observando, de vez en cuando, la formación impecable de sus congéneres. Estiraba el cuello con pretendida gallardía, soslayando las miradas de las hembras en formación, sin embargo en ocasiones, sobre todo cuando el cierzo azotaba inclemente, le atacaba un acceso de tos bronca que le hacía doblar la cabeza y rendir las astas. Pero ni en esas ocasiones perdía el control del farol.
Se dirigían a la casa de Sócrates Rodrigues de Souza, un milenario anciano que vivía a un par de kilómetros por encima del cielo. En su Plataforma Inalterable había un colegio, sólo para "niños que dormían despiertos", y se dedicaba a la docencia y a toda una serie de excentricidades que le procuraban el apodo de "el lunático astral" entre sus amistades y vecinos. Klaus le conocía desde los tiempos que pasaron en Nueva Ámsterdam, siendo jóvenes y licenciosos estudiantes. Les unía una profunda amistad que prodigaban en cualquier ocasión y sin excusa ni formalidad.
— Oh, bienvenido, viejo Klaus.
Le dijo Sócrates, acariciando el hocico sudado de Rudolph.
Tenía un aspecto algo misterioso, tan enjuto y alto, con su cabeza pelada, sus orejas en punta y sus bigotes frondosos enroscados varias veces a la altura de sus carrillos; sin olvidar su voz cavernosa que parecía resonar en el infinito como un eco perenne.
Los dos ancianos, tomados del brazo, caminaron sobre la Plataforma Inalterable hasta entrar en la casa, no sin antes saludar a toda la chiquillería del alumnado que les esperaban arracimados e ingrávidos sobre El Lago de los Cien Mil Pétalos. Chillaron al unísono cuando los vetustos amigos les saludaron levantando sus manos.
La casa de Sócrates era toda de cristal, bañada con la misma luz de luna que iluminaba las noches claras de la Plataforma. En su interior flotaban formas de musas y lamias que jugueteaban en una proyección continua que se escurría por cristales, muebles y rendijas. Se les escapaba, aleatoriamente, unas risitas y cómicos rugidos que acudían como si fuesen tintineos de cascabeles o notas de una sinfonía jamás terminada.
Klaus y Sócrates tomaron asiento junto al fuego de hielo que avivaba un antiguo conocido de ambos al servicio ahora del anfitrión de la casa: Ruprecht, un hombre de un moreno muy cerrado y mudo, con una edad tan avanzada como la de los dos ancianos. Les saludó arqueando las cejas con cierta aversión.
— Te he llamado, viejo amigo, porque creo que tengo la solución para tu problema. -dijo Sócrates, sirviendo el chocolate humeante en las tazas.
— Oh, qué gran alegría. Estoy en ascuas para que me cuentes en plan para dar de lado a ese gordo engreído de la Coca-Cola. ¡Oh, son tantos años humillándome! ¿Qué se habrá creído ese cretino?
Klaus mojó sus bigotes albos en el chocolate y arrugó el ceño al sentir el calor.
— ¡Concho, quema! –exclamó, mirando de reojo a Ruprecht.
— Bueno…..gordo….gordo…. A la par -dijo Sócrates con intención, escudriñando la prominente barriga de su invitado- En lo de cretino estoy de acuerdo.
Hizo una pausa al beber el chocolate. Después, tras cerrar los ojos unos segundos y suspirar un par de veces, llamó a Tobias susurrando el nombre despaciosa y largamente como un mensaje a caballo del viento.
Tobias era el encofrador-jefe que se encargaba de reparar las fisuras del cielo con una legión de operarios "muy profesionales y diestros", según calificaba siempre.
— ¿Estará todo listo para las doce en punto del día 24, querido Tobias? -le preguntó Sócrates, ofreciéndole una taza de chocolate.
El encofrador contestó con un sí rotundo y lacónico. Acto seguido, declinando la taza de chocolate, dijo con cierto nerviosismo que apremiaba el trabajo y más en esa hora que se producía el cambio de turno.
— Este Tobias siempre agobiado. -comentó Sócrates dando otro suspiro.
— Pero cuenta, cuéntame tu plan que me tienes en vilo.
Sócrates le contó con todos los pormenores su propósito. Se explayó en detalles y en cómo se habían trabajado su intención los obreros incansables de la Plataforma bajando al Firme camuflados y cautelosos. Contaba moviendo con gracilidad las manos y haciendo esos incisos, poblados de suspiros, que le eran tan característicos.
— Hasta aquí, viejo amigo -dijo de súbito Sócrates, tras escucharse los ocho tañidos del reloj de arena en el colegio en el exterior- Es mi hora. Puedes quedarte si quieres, pero con tu peso…..
Dijo, puesto en pie como un resorte, y volviendo a fijarse en la panza del otro.
Klaus fue alejándose tras despedirse de su amigo, pero antes de cruzar la puerta escuchó un estruendoso rock and roll salido de unos altavoces dispersos por la casa. Sócrates bailaba desaforado acompañado por musas y lamias en una coreografía llena de chispas e imágenes superpuestas.
Tras ellos, junto al fuego de hielo, Ruprecht negaba con la cabeza con desaprobación.
Klaus fue riendo de buena gana hasta dejarse caer sobre el asiento del trineo.
— Lo que le tiene que fastidiar a "Carbonilla" esta alegría -musitó antes de coger de nuevo la hilaridad.