En el mar furibundo, van cabalgando las olas. Son hombres de mar, su alma curtida y su espíritu libre... Bajo un sol implacablecaminan, portando la pesada carga. Son mujeres de mar, mujeres valientes, orgullo rebelde.
(Frase incluida en el personaje de Cristina, de la actividad REMA 360, realizada para ella Red de Espacios Museísticos Atlánticos)
Es de noche, una noche fría como tantas otras del invierno gallego. Una noche de enero de un recién estrenado 1921.
La emigración sacude a la sociedad rural gallega y la "gripe española" la pandemia del siglo XX aún no ha acabado de golpear a gran parte de la población, pero esa ya es otra historia.
Un buque de vapor navega bordeando las costas gallegas. Es el Santa Isabel, uno de los llamados entonces buque-correo, casi recién estrenado que traslada al pasaje hasta un puerto donde embarcar hacia el Nuevo Mundo. A bordo viajan 266 personas, 86 tripulantes y 180 pasajeros. 180 vidas, mujeres y hombres, 180 proyectos, 180 anhelos de una vida mejor.
El océano es hermoso pero casi siempre temible. La noche desdibuja su frontera, mezclando la línea del oscuro cielo con su negrura. Pero el Santa Isabel avanza orgulloso, como ignorando su insignificancia frente al poderoso atlántico.
En las proximidades del cabo Fisterra, el tiempo empeora y el capitán decide navegar con precaución y reducir la velocidad, pero al aproximarse a Sálvora las rocas peligrosas sumergidas a la entrada de la ría, traicionan al experimentado capitán que en un intento de salvar al buque ordena dar marcha atrás. Pero ya es tarde y la maniobra demasiado lenta.
El Santa Isabel acaba por chocar contra los bajos de la Pegar, los peligrosos fondos rocosos de la ría, y se quiebra poco a poco en una trágica y lenta agonía.
Todavía hay fiesta en las aldeas próximas y en la pequeña isla de Sálvora más de la mitad de sus escasos habitantes siguen en tierra celebrando el año nuevo, ignorando el horror que se está viviendo frente a sus costas.
Mientras tanto el mar sigue tragándose al Santa Isabel, con su pasaje, sus pequeños lujos y sus grandes proyectos.
Los botes salvavidas no alcanzan las costas, batidos contra las rocas por el mar furioso.
Solo algunos pasajeros logran alcanzar tierra al amanecer, ayudados por un oficial de a bordo, un gran hombre, un héroe, pero esa ya es otra historia.
Cuando por fin el farero de Sálvora escucha los gritos en medio del fuerte ruido del oleaje y la tormenta, corre a dar el aviso. En Sálvora apenas quedan un puñado de familias esa noche, la mayoría ancianos y niños.
Una dorna se aventura mar adentro, apenas calibra el peligro de la niebla y la tempestad cuando el océano ruge y se encabrita, o tal vez lo ignora. Tres figuras se perfilan entre la bruma espesa: son tres mujeres.
Dicen que la gente de Ribeira es solidaria y entregada, y que la de Sálvora además, tiene un carisma especial. Allí las mujeres ya hace más de un siglo que no esperan en el puerto, allí pescan, faenan y arriesgan sus vidas saliendo al mar. Allí, Cipriana, Josefa y María son tres navegantes más, tres pescadoras, tres luchadoras.
Las tres pelean las olas y rescatan a los escasos supervivientes que todavía resisten. Mientras una cuarta mujer, Cipriana Crujeiras,embarca en otra dorna y luego actúa en tierra acogiendo y ayudando a los náufragos rescatados.
Las heroínas de Sálvora, como las llamaron entonces, eran mujeres generosas y valientes, aunque en los homenajes que pronto recibieron, sus rostros aparecen sobrios, humildes, sin sombra de arrogancia, como si el papel de héroes no fuera para ellas, que son solo cuatro isleñas, cuatro mujeres fuertes, cuatro mujeres bravas.
La historia del desafortunado buque Santa Isabel marcó para siempre la vida de Ribeira y de la pequeña isla de Sálvora, aunque pronto quedó en el olvido, mancillada por leyendas negras que nada tenían que ver con la historia real.
Ahora en el aniversario de la tragedia, Ribeira ha querido hacer justicia recuperando el relato en una hermosa exposición que acoge su Sala Museo.
Un siglo después una mujer me recuerda mucho a las heroínas de Sálvora. La encuentro casualmente, en un periplo haciendo un trabajo para conocer la vida de las gentes del mar. Visitando lugares donde la figura de la mujer se desdibuja tras el papel preponderante del navegante o el pescador.
Desde adolescente quiso ser farera, en una época donde no todo eran luces, chocando de lleno con la sombra del machismo de entonces: ¿Qué haría una mujer joven quitando a los hombres un trabajo que solo a ellos les pertenece? Pero ella era una mujer tenaz, probablemente una de esas mujeres normales que sin querer desprenden una luz especial.
Y fue farera, y con seguridad vivió muchas de esas noches negras sin más luz que la del mítico faro que habitaba y la de sus propios miedos. Tal vez con suerte, algún día se anime a contarme como defenderse de ellos cuando el mar lo cubre todo de angustia, haciendo pequeño el faro y rompiendo sus cristales.
Cristina no es una heroína, es una de esas mujeres corrientes, como muchas otras mujeres del mar, como aquella joven que algún documento de su época logró inmortalizar y sacar del anonimato: Jacinta Da Vila que en el siglo XVII se enfrentó al clero negándose a pagar el diezmo de su padre, a una iglesia poderosa y ambiciosa que requería un pago en especies a los pescadores de Caión. Jacinta según dicen las crónicas de la época, se enfrentó al monje encargado de cobrar, enfadada le rasgó los hábitos y le lanzó el golfe recolectado que portaba, protestando por ese tributo que consideraba abusivo e injusto. Por este acto de rebeldía fue encarcelada.
Ella es otra de esas mujeres como tantas, mujeres gallegas, rebeldes y contestatarias, mujeres valientes, mujeres bravas.