Observo a los míos desde la distancia sin olernos y sin apenas sentirnos pero con la confianza de que ahí siguen. Recibir un mensaje de familiares mostrando sus tareas, sus logros y sus balcones se convierte durante este surrealismo mágico en un todo. Comprobar que los más cercanos están bien gracias a una video llamada, es otro chute de humanidad recién descubierto. Percatarse en un vídeo que el pequeño de los cinco hermanos es un virtuoso del piano, resulta un placer inesperado. Reencontrarte con viejos amigos, amores olvidados y conocidos añorados durante este cautiverio para qué les voy a engañar, también produce un gran regocijo. Y todos estos reencuentros inesperados e interacciones interactivas se transformarán sin lugar a dudas en recuerdos inolvidables pero de una vida que no cuenta con nosotros, pues serán recuerdos de una vida sin mí.
Vidas plegadas, amoldadas a una recién estrenada percepción de nuestra propia existencia, pues cada sutil acto que desempeñemos a partir de ahora traerá unas consecuencias inimaginables, obviadas por todos y cada uno de nosotros durante demasiadas décadas. Un reencuentro con las nubes se transforma en esta nueva normalidad que todos aceptamos con resignación en el mayor de los placeres. Un volver a presentir los rostros que se esconden tras las mascarillas te alegra el alma y reconforta el corazón, pues esa persona aunque sin mí, sigue ahí.
Nos encontramos ante unos acontecimientos en los que los sentimientos se magnifican y no es para menos ya que es la primera vez que somos conscientes de que la vida, aunque sin nosotros, continúa. Y es que esta segunda oportunidad de morir o vivir se nos muestra como una recién aceptada normalidad que muy poco tenía que ver con los paradigmas anteriores en los que sólo una fatalidad o el propio devenir existencial podían terminar con nuestra presencia. Y es que nadie nos preparó para morir en soledad, vivir sin oler las nubes o que se reduzca nuestro mundo al largo de un pasillo. Observar tras los cristales cómo caen las gotas de lluvia se convirtió de repente en el único contacto con la naturaleza y tener un jardín, en el mayor de los deseos. Presentir el paso de los días no vividos, la única manera de seguir viviendo.
Y mientras vivo sin mí sueño con mis Decanos rondándome la mente con su saber vivir y su saber estar y sueño con bailar un bolero con nuestro cura preferido, que a pesar de no tener la certeza de si sabe hacerlo, presiento que su ritmo es aún mejor que el mío. Sueño con volver a La Gramola o a La Cueva de Cris y vivir cada noche como si no hubiese un mañana. Y sueño con volver a ver a Fito y a su incondicional cuadrilla bailar La Negra Tomasa como sólo ellos saben disfrutarla. Y el sueño de todos los sueños, volver a abrazar a mi padre.
Y sueño con cantar. Cantar tan alto que la voz se me quiebre en el buenos días del día siguiente. Y navegar con el Patrón y su tripulación acariciando la Isla de Sálvora. Y pasear con los pies descalzos como los australianos, que es como se debería pasear para poder sentir la energía de cada lugar. Y sueño con la playa, mi compañera de vida, mi refugio más primario y el que me proporciona el más grande de los placeres terrenales por un sinfín de razones.
Qué somos, quiénes somos o qué podemos ofrecer a la vida será nuestro punto de partida a partir de esta segunda fase. Y cómo podremos conseguir encajar las piezas de este nuevo puzzle, un complicado reto. Pero de nuevo será una razón más para intentarlo, pues la vida sin mí se me antoja incompleta.