Con Triz tuve un problemilla que, como no, tenía que ver con el dinero. Me dijo, días después de que entrara a trabajar en la editorial de mi hermano, que ella tenía que cobrar lo estipulado aunque no se hubiese celebrado la maldita fiesta de cumpleaños.
— Ponte en mi lugar, yo he tenido que hacer un gran esfuerzo mental por prepararme y calcarme como tu mujer. Además de algunas compras de vestimenta para que todo pareciese lindo. ¿Me comprendes, amol?
Así que tuve que pagarle lo acordado para que todo siguiera en su línea y no me "montase la escandalera y se supiese hasta en San Pedro de Macorís", ciudad de donde era oriunda.
Llevaba ya una semana en la editorial. Poco trabajo y mucho tiempo para charlar con los integrantes de la empresa en especial con Olga Tejero. La mayoría de los textos que nos llegaban para evaluar eran muy malos. Jóvenes pretendiendo dar el pelotazo con un best seller que los sacara de la ruina y la inoperancia que los acecha en este siglo clasista y edulcorado. Yo leía las primeras diez o doce páginas y luego los abandonaba en un monumental montón que teníamos en una de las esquinas de la oficina. Eso me lo enseñó Olga.
— No podemos perder el tiempo hartándonos de mierda escrita.
Me dijo, lanzando uno de los textos al nutrido montón.
Con el resto de compañeros tenía trato en la hora de la comida o en los momentos que disfrutábamos del "oasis" tomando algún refresco. Me hubiese gustado una buena cerveza pero la dirección prohibía las bebidas alcohólicas.
— ¿No crees que con Luis Mateo Díez se cerró la literatura de calidad en este país?
Me preguntó en uno de esos ratos de "oasis" en tal Marcelino Corcamares, un poeta casposo que vestía a la última y que sólo hablaba de lo que leía en las páginas cultas de un periódico determinado.
— Me gusta Mateo Díez, pero no crees que la literatura va más allá de los cuatro nombres conocidos. -le contesté, mientras me enjuagaba la boca con un zumo de piña.
— Ya sabes, me refiero a la alta literatura.
Me aburría su charla y su desconocimiento de todo lo que no salía en revistas oficialistas y no disfrutara de galardones prestigiosos.
— Eres un florón regado con el agua turbia de la adulación partidista. ¡Me cago en tu sombra!
Le hubiera dicho, sin embargo, terminé sorbiendo, de forma ordinaria, el brick de piña a la vez que escudriñaba sus zapatos de reflejos amarillos con cordones fucsia de Kobi Levy.
Aunque tuviese discrepancias con algunos, lo cierto es que me llevaba bien con todos. Disfrutaba de su conversación y me encontraba libre de fingimientos.
Lo que sí experimenté en esa semana, que empezó el día que visité por vez primera la editorial, eran esas frases que no decía pero que cada vez me asaltaban con más frecuencia. Mi conversación con todos era amable, instruida, desinhibida, sin embargo siempre encontraba un "pero" que en mi interior se fraguaba con unas frases ofensivas hacia mi interlocutor. No podía controlarlas, poblaban mi mente haciéndose más ofensivas y reiterativas cada día. En esa primera semana no quise darles importancia, diciéndome que sería por falta de costumbre, por el deterioro que me produjo andar en trabajos donde la charla era banal y su intranscendencia era lo que precisamente primaba, pero pasado un mes se convirtió en un auténtico problema.
Esas réplicas tapadas, que sólo oía mi cabeza, me conducían hacía gestos o huidas que incomodaban a mi partenaire. Estábamos hablando del último libro de tal autor y yo, asaltado por esa frase, ponía un gesto burlón o salía del cuarto o de la reunión a escape. Era algo que tenía que hacer para que la frasecita no llegase a salir de entre mis labios. Sentía que cada vez la posibilidad de que se me escapara inopinadamente era fehaciente.
Colás me llamó una mañana a su despacho para comentarme algo que él deseaba rodear sin ser explicito del todo.
— Veo que te has adaptado a las mil maravillas y que tu trabajo va por muy buen camino. -me dijo incómodo en su poltrona, echándose hacia delante y hacia atrás y cruzando y descruzando las manos- Pero, ¿cómo te lo diría yo?......
En ese instante me di cuenta que mis palabras ocultas no eran sólo cosa mía.
— …. ¿Estás pasando por alguna crisis de ansiedad? ¿Algún problema en el que podría ayudarte? No sé, es una sensación que tengo. Seguro que me equivoco.
Siguió, tratando de quitar enjundia al tema.
Le conté no sé qué de un problema con las humedades de mi casa que me tenían muy preocupado.
— Afectan a mi descanso por la noche -le dije tratando de ser persuasivo- Ese olor a humedad, esa frialdad que se te mete en el pecho. No te digo más que voy a tener que ir al neumólogo para que me trate.
— Pero habrás mandado a alguien que las arregle. Esa es la solución, hermano.
Le dije que por supuesto, que no se preocupara, que era algo pasajero.
Lo cierto es que por la editorial se rumoreaba algo y él era el mensajero.
Tendría que haberme dado cuenta la tarde que Luis Orduño, el otro socio de Colás junto con Martelo, me invitó de improviso a tomar algo a la salida del trabajo. Me extrañó porque él era bastante retraído, siempre en su despacho trabajando o hablando por el móvil con el contacto justo con el resto de la plantilla, además de porque tenía la impresión de caerle mal.
— ¡Terminó la jornada! - me dijo con una jovialidad desacostumbrada, esperándome en el portal de la editorial- ¿Qué te parece si nos tomamos unas copas en el bar de Martín? Apenas hemos intercambiado un par de frases desde que llegaste y me gustaría conocer mejor al hermano del enorme Colás.
No me cuadraba que Orduño se interesase por mí y que "casualmente coincidiéramos" en la salida del trabajo. Además era por todos conocido que él salía el último de la editorial merced a su "infatigable" trabajo y, sobre todo, para no encontrarse con nadie.
Pedimos unas cervezas en el bar donde almorzábamos todos los días y comenzamos a hablar sobre temas intrascendentes.
— No te pasa, en ocasiones, que tienes algo que decir y te lo callas por prudencia -me espetó de sopetón y casi sin venir a cuento- A mí me ocurre cada dos por tres.
"¡Maldita rata huraña! Ahora mismo te daría una hostia que te pondría la cara del revés.", me dije sin decir, pero adoptando un indeseado ceño adusto.
Le contesté que no, que no me pasaba nunca.
Orduño hizo un mohín y movió la vista para otro lado. Para justificarse me comentó uno de los carteles taurinos que colgaban por doquier en el bar de Martín.
Me importaban un bledo las corridas de toros, sin embargo debí comenzar a preocuparme por lo que no decía y se me notaba más de lo que creía.