¿Habrá poseído el espíritu de la escritora al programador de la plataforma para hacer que libro y serie se solapen en el tiempo? Tratemos de convencernos de lo contrario: no puede haber una mente perturbada capaz de orientarnos tan directamente en lo que uno lee y lo que uno ve.
Bueno, sí, sí la hay. Se llama algoritmo.
Pero aquí no lo vamos a mencionar ni mucho menos invocar. Puestos a hablar de mentes perturbadas, por mal que nos suene ese adjetivo, es preferible dedicar estas líneas a hacerlo de la de Highsmith, maestra en crear la incomodidad y destapar lo peor del alma humana allí donde todo parece placentero, en casas en las que se desayuna tortitas con sirope, en jardines ideales para barbacoas dominicales, en barrios donde las cartas se recogen de buzones en postes a pie de calle, en terrazas sobre el Mediterráneo donde se toman martinis sin prisa ni zapatos.
Esos son los mundos de Highsmith, las fuentes de donde manan historias que ella retuerce para que abandonen el cauce señalado, desborden y provoquen el caos familiiar en un caso, creen la génesis de un asesino en otro.
Donde parece no haber relato ni interés, aparece ella para manipular y retorcer vidas y crearlo. En sus historias se pasa de la tranquilidad y la monotonía al desasosiego; de la belleza y el placer al dolor y la muerte. Y todo ello a través de unos protagonistas que pretenden únicamente, ahí es nada, voltear sus realidades, La escritora les facilitará diferentes medios para lograrlo.
En El diario de Edith, ni la vida ni el entorno de la protagonista (Edith, periodista freelance como su marido Brett, recién mudados desde Nueva York a un entorno provinciano en búsqueda de estabilidad laboral y un futuro para su hijo, Cliffie, adolescente desorientado) ofrecen nada que no nos resulte familiar. Cuando todo estalle, abandonada, decepcionada y sola, su única escapatoria será el diario clandestino donde ha ido creando otra vida y al que irá dedicando más tiempo.
Highsmith jugará a confundir al lector, manejando magistralmente la deriva de situaciones, personajes (Cliffie, el tío George o algunas de las amistades del matrimonio) y contexto (la guerra de Vietnam, el debate ideológico de los EEUU de los 70, el hippismo y las drogas…) de manera que todo le salpique a Edith y le obligue a enfrentarse, no a asaltantes desconocidos en su jardín sino a los más cercanos, los inesperados, en un vuelco tan sutil como paralizante.
Al contrario que a Edith, que ve desmoronarse su mundo, Ripley, estafador de baja estofa en búsqueda del pelotazo definitivo, recibirá la ayuda de la Fortuna en forma de encargo: traer de vuelta a los EEUU al diletante hijo de un millonario, instalado en la costa amalfitana donde pasa el tiempo entre el dolce far niente y los caballetes de mediocre pintor.
En ese argumento manido (Fitzgerald, Hemingway, Salter y otros ya nos han deleitado con la admiración del norteamericano por la vieja Europa), donde solo las variaciones formales pueden superar la historia, aparece de nuevo Highsmith para que el espectador (el lector, antes) compruebe como la falsedad, también aquí aunque de diferente manera, es la única vía de escape.
La decisión de Ripley nada tiene que ver con la de Edith. No huye hacia su interior sino que opta por un triple salto mortal e inmoral, una constante fuga a través de Italia, de ciudad en ciudad y perseguido no solo por un detective local sino también por su propia conciencia, tal y como Highsmith dispone y los responsables de la serie manejan con destreza.
Hay que agradecerle a la serie de Netflix no solo que arriesgue y que tenga personalidad (y lo hace muy por encima en mi opinión, de la aburrida versión cinematográfica de Anthony Minghella) sino que sepa transmitir en muchos aspectos los mundos inquietantes de Highsmith: el uso del blanco y negro, idóneo para la luz mediterránea como para la piedra de las calles de Nápoles, Palermo,Venecia o Roma; la música, tensa, siempre en su justa medida; los planos de detalle - el tenebrismo de Caravaggio, el cuadro de Picasso, el cenicero, las escaleras inacabables de Atani… todo suena a Highsmith.
En sus libros, y por medio de adaptaciones televisivas como esta, el talento de Patricia Highsmith para proyectar los entresijos de la falsedad se hace clásico y permanece entre nosotros porque aunque sea ficción los mundos y las escapatorias de sus personajes pueden no serlo tanto.