Puede que parezca un poco prematuro, pero empiezo a sentir que si las cosas transcurriesen por el orden lógico de irnos según el año de nacimiento, cada vez se acerca más mi turno. Es doloroso ver como se van yendo personas que quieres, y el vacío enorme que se produce a tu alrededor. Cada vez, queda menos gente con la que compartí juventud siendo ellos adultos y eso, me hace sentir un cierto vértigo, porque cuando empiezas a ver que los que te preceden se empiezan a ir, sabes que el siguiente en la línea de salida, eres tú.
El pasado 22 de febrero falleció José Luis Prado Alfonso, y con él, se fue una parte de mi vida. No soy muy aficionado a las misas de réquiem, únicamente algunos funerales de personas muy escogidas, lo reconozco. Pero esta era, por supuesto, una de esas ocasiones, porque Prado era mucho más que un vecino conocido, mucho más que el padre de unos amigos.
Prado era, además de una institución en el pueblo, un buena persona, buen conversador, respetuoso y muy cariñoso. Pero, sobre todo, era mi amigo. Además, como buen amante de la música, depuraba una enorme sensibilidad, y se preocupaba mucho por la gente que quería, entre los que, estoy seguro, me consideraba uno más. Él estuvo presente en muchos momentos importantes de mi vida, porque compartimos muchas horas juntos.
De él conservo sus consejos, y su cariño a un niño que lo admiraba y quería como si fuese su propio padre. Me he quedado con la espina de no haberme despedido de él, pero sé que a pesar de eso, acostumbraba a preguntar por mí con frecuencia porque, sin duda, me quería tanto con yo a él. Me quedo con eso y con todo lo que, quizás, sin saberlo ninguno de los dos, influyó en mi desarrollo como persona.
Desde ahora, el 22 de febrero se convertirá en una fecha señalada en mi calendario. Una fecha que siempre será la del recuerdo de José Luis. Cada aniversario, recordaré el tono de su voz pronunciando mi nombre, los viajes en su furgoneta repartiendo muebles por las casas de Vilanova, su mano elevada para marcar la nota antes de que arrancásemos a cantar en la coral, su sonrisa orgullosa señalando al coro cuando el público aplaudía, o su pose de director satisfecho por el trabajo bien hecho.
Por tanto, mientras no llegue mi turno, su recuerdo perdurará en mi cabeza para siempre, y su nombre saldrá a la luz por algún motivo.
Ahora toca despedirme de él y decirle: "hasta siempre maestro, espero que allá donde estés, puedas encontrarte con tu querida Paquita. Descansa en paz, amigo”.