Cada vez que escucho aquello de que, cualquier tiempo pasado fue mejor, intento darle dos lecturas diferentes. Una, más romántica, en el sentido de que los buenos momentos del pasado nunca van a volver. Y otra, más ideológica, asociada a quienes, de forma torticera, tratan de ligar los tiempos pasados a una mejor calidad de vida, mezclando aspectos políticos de índole autoritario para defender que, con el palo, la gente funcionaba mejor.
Particularmente, me quedo con la primera. Es verdad que los tiempos pasados son eso, pasado, que no volverán y que la historia, aunque pueda repetir situaciones similares, nunca es igual a la anterior. Podemos añorar tiempos pasados, pero la vida nunca ha sido mejor que ahora. De entrada, porque los avances científicos y la mejora en la sanidad, han hecho que la calidad de vida, en general, sea mucho mejor.
Cosa diferente es la economía. El capitalismo, que nos ha engullido a todos, ha logrado, seguramente, el efecto contrario de lo que inicialmente pretendía. Es decir, ha provocado un empobrecimiento de ciertos segmentos de la sociedad, aumentando, si cabe, cada vez más, la diferencia entre pobres y ricos.
Los seres humanos luchamos entre nosotros para sobrevivir en una selva de acero y hormigón donde, el más débil, siempre tiene las de perder. ¿Y quién es el más débil en la sociedad actual? En España, sin duda, los jóvenes, que deambulan por su particular vía crucis.
Presumimos de tener a la juventud mejor preparada de toda la historia, sin embargo, les cuesta salir adelante en condiciones dignas. Hoy en día, acceder al mercado laboral para independizarse, poder adquirir una vivienda y, en definitiva, hacer una vida sin necesidad de ningún tipo de ayuda, está al alcance de my pocos.
Nunca se ha dedicado tantos años a la formación, nunca habíamos tenido tanta gente con estudios superiores, y nunca habíamos tenido tantas dificultades para acceder a una vida digna. Los que logran un trabajo, apenas tienen para el día a día, comprar una vivienda es inalcanzable, ahorrar una quimera y, lograr independizarse, casi imposible.
La precariedad laboral y los bajos salarios impiden que una buena parte de los jóvenes españoles pueda acceder a una vivienda en propiedad, porque ni tienen capacidad para pagar la entrada inicial, ni un trabajo estable para hacer frente a la hipoteca. Por eso, continúan viviendo en casa de sus padres o, los más osados, se hacían ocupando la habitación de un piso compartido.
¿Es esto lo que queremos para nuestros hijos? ¿En esto consiste la llamada sociedad del bienestar con la que se llenan la boca los dirigentes? No, por supuesto que no lo es. Pensar en la juventud no consiste en crear un ministerio de juventud, ni alardear de medidas vacías.
Pensar en la juventud es invertir en políticas a largo plazo para que su esfuerzo tenga una recompensa. Pensar en la juventud es apostar por las generaciones que vienen, con normas que tengan contenido y den resultados. Pensar en la juventud no es decirles que el adversario es peor que uno, sino demostrarles que, lo que se propone, va pensado por y para ellos.