Esta mañana me encuentro de maravilla. Atrás han quedado las malas pasadas sufridas en la noche, las angustiosas e interminables horas; sin embargo, ha sido despertar y verlo todo de otro color, sin la opresión en los pulmones mientras dormía ni ese desasosiego que desconozco a qué era debido. Ahora una extraordinaria ligereza en el cuerpo, un bienestar sin igual que no percibía desde la niñez, acuden a mí como un recordatorio.
Muchas veces me pregunto qué haría sin Adriana. Adriana es mi mujer. Ha estado toda la noche encima de mi. No recuerdo con exactitud qué me decía, cómo me consolaba o cuidaba, pero sé que no se despegaba ni un solo segundo de mí. Adriana siempre me ha prestado su atención y horas de desvelo y eso es algo para tener en cuenta. Cuando la fiebre se apodera de mí siendo complicado el bajarla, el trasiego de paños húmedos es constante, la medicación dispensada como un reloj y las caricias (siempre rondando mi cabello y mejillas), repetidas y balsámicas. Por enfermo que llegue a estar, una mano suya me resulta alentadora. Es una suerte tener a tu lado una persona que te quiere, que se sacrifica sin pedir nada a cambio.
Desconozco qué me ha ocurrido esta pasada noche. Podría decir que he perdido la consciencia pero no sería completamente cierto. Más bien es el malestar producido por un sueño morboso del cual se está a punto de despertar sin llegar a hacerlo, sin ser capaz de incorporarte y abrir los ojos.
La placidez que disfruto en este momento hace plantearme si no se tratará de un sueño, de un buen sueño. Es una sensación demasiado placentera para ser realidad y, con todo, lo es: una realidad extraña, asombrosamente extraña, pero una realidad a fin de cuentas. Y la ligereza de la que hablo, esa ingravidez que despega mis pies del suelo, lo hace de forma literal. Empiezo a darme cuenta de lo que sucede, del prodigio que empiezo a experimentar: estoy observando todo desde el techo como un vulgar insecto expectante entre la blancura. El bienestar es desplazado por un instante. Me recompongo en seguida. Puedo ver a través de las paredes. Desciendo al suelo haciendo piruetas. Estoy muerto, creo, dándome cuenta de que es maravilloso, nada traumático. Ando, más bien me deslizo por el pasillo. Advierto cosas nunca vistas por mis ojos. Hay rincones que ni sabía existían; otros, sin embargo, están habitados por arañas que desconocía compartiesen estancia conmigo. Puedo disfrutar de un nuevo e inimaginable espectro de colores por el cual me detengo con la mayor curiosidad.
¿Dónde estás, Adriana? Necesito verte. Tal vez sea la última vez y preciso de esta despedida. Imagino que tendré que partir hacia otro lugar, no lo sé. Si no estás en casa es probable que te encuentres en el tanatorio. Debo ir hacia nuestro cuarto. Si mi cuerpo aún continúa allí es probable que tú también lo estés. Puedo percibir olores desconocidos por mí. Me gustan. Otras sensaciones vienen, igualmente, envueltas en esa novedad de lo desconocido. Tras un pequeño impulso vuelvo a estar en el techo, más arriba si cabe. Encima del armario veo la corbata que había perdido la semana pasada. Me pregunto cómo ha llegado ahí. Me asomo a la cama. Sí, mi cuerpo se encuentra en ella. Adriana está a mi lado como pensé. No puedo ver con mucho detalle. Adriana, mi querida Adriana… Bajo de nuevo. Me acerco. Adriana, ¿qué haces, Adriana? ¿Por qué descansas sobre mí? ¿Por qué apoyas la almohada encima de mi cabeza? ¿Por qué tu rostro muestra este gesto de alivio, Adriana? ¿Por qué? Sin embargo, las lágrimas afloran en tus ojos.