Día Mundial de la poesía

24 de marzo 2022
Actualizado: 18 de xuño 2024

Después de una mala noche y una mañana de esas que no puedes pensarla dos veces porque no la empezarías, caminaba por la Herrería, medio zombi, de vuelta de una sesión de fisioterapia. Iba pensando en lo que me quedaba por hacer, con ese ceño que se pone en los días grises de tormenta que te vigila y no estalla, con la sensación de quien espera que le den una bofetada que no termina de llegar

Después de una mala noche y una mañana de esas que no puedes pensarla dos veces porque no la empezarías, caminaba por la Herrería, medio zombi, de vuelta de una sesión de fisioterapia. Iba pensando en lo que me quedaba por hacer, con ese ceño que se pone en los días grises de tormenta que te vigila y no estalla, con la sensación de quien espera que le den una bofetada que no termina de llegar. Poniéndome y quitándome la mascarilla, poniéndome y quitándome la capucha. Rara.

Subí la cuesta por el lateral del Savoy que va a dar a la Peregrina, frente a Ravachol y empecé a oír sin escuchar aun: "De flor, espiga y deseo son tus manos en mi pelo". Era Antonio Vega en otra voz. Daba igual, seguía siendo Antonio Vega:" De nieve, huracán y abismos. El sitio de mi recreo".

No era una voz cualquiera. Cantaba suave, sintiendo, respetando al autor, pero haciendo suya la canción y compartiéndola desde dentro. Cantaba al aire, para todos y para nadie. Para quien pasara en ese momento por la calle. Cantaba a cambio de la voluntad, esa de la que cada vez andamos más escasos, tanto en el bolsillo como en el corazón.

Seguí la voz como quien ha estado un tiempo sordo y es capaz de oír otra vez. Yo era la misma que hace un rato, pero ya sin ceño, aliviada por un rato del peso y del dolor.

Saqué una moneda que fue a parar a la funda de una guitarra, acompañando unas cuantas más que ya estaban allí. Pocas a esa hora de la mañana. Pensé que al final del día seguirían siendo pocas. Odio ese momento de dar la moneda porque debería avergonzar más al que la da que la recibe, pero casi siempre es al revés. Lo hago rápido para que pase pronto y busco la mirada del otro para no sentirme al menos como una máquina expendedora: "Su cambio, gracias".

Eran una voz y una guitarra que ya había oído otra vez en otro sitio de la ciudad, ahora que me he vuelto pontevedresa de paso, y que, ya entonces, me produjo el mismo efecto. Eran la misma mirada y la misma sonrisa, de esas que, cuando miramos con atención, merecen más que unas monedas. De esas que solemos evitar.

En estos momentos en que no sabemos cómo nos las hemos arreglado para encadenar una pandemia con una guerra, acostumbrándonos a los muertos como quien oye llover, sin "escarmentar de la experiencia" como prometía hacer en su caso otro Antonio poeta y cantante, lo mejor que nos puede pasar es encontrarnos con alguien que todavía cree en algo a la vuelta de la esquina para que nos insufle a golpe de guitarra algo de sentido común. Y de esperanza.

Los días mundiales de lo que sea no me importaban nada porque lo bueno hay que defenderlo todos los días del año, pero ya no me parecen una idea tan tonta. A medida que voy madurando y el calendario va teniendo más peso, voy dando más importancia a las fechas, a los aniversarios y, reconociendo mi equivocación, a los días mundiales de… porque son como una alarma en el móvil, un recordatorio cargante pero necesario para que no se nos olvide lo importante.

El pasado lunes 21 de marzo fue el día mundial de la poesía. La necesitamos más que nunca aunque sea en un verso suelto con spray de grafito en una pared, aunque sea en un tatuaje. No hace falta que rime, solo que nos despeje la mente y nos haga pensar.

En un mundo sin certezas quizá sea la poesía el último reducto de lo auténtico, la última verdad que nos queda. Quizá sea la suma del arte y los afectos sinceros lo que nos pueda sostener en medio de esta espiral de errores en que estamos cayendo.

Tenemos más información que nunca pero no parece que sepamos apartar el spam sin que el propio sistema nos diga cómo. Nos hace falta aprender a separar el conocimiento inútil del que nos hace mejores. Aprender por nosotros mismos a prestar más atención a la música que al ruido.