Esta mañana, mientras escribo esto, me encuentro en la sala de espera de la Unidad de Conductas Suicidas donde recibe terapia mi hija.
Un lugar donde reina el silencio y que induce a la reflexión.
Un lugar donde las personas, los supervivientes, que acuden a consulta, apenas levantan la mirada del suelo y en sus acompañantes, adivinas el duro y doloroso proceso que sufren.
Es difícil, créanme, todo lo que sobreviene a un intento de suicidio.
Es complicado mantener la serenidad que hace falta ya que, al fin y al cabo, nuestras vidas cambiaron. Ya no somos los que éramos y, con toda probabilidad, no volveremos a serlo y, aunque este hecho por sí solo no es malo, el cambio es tan brusco y desgarrador que no da tiempo a prepararse mentalmente.
Cada mañana nos levantamos con la finalidad de aprovechar cada segundo que pasa para reconstruir con amor y comprensión lo roto y devolver las ganas de vivir a la persona que perdió los motivos para hacerlo. Es un gran esfuerzo mental y emocional porque el sentimiento de culpa nos atenaza y hay que dejarlo a un lado para que no haya más tormento en nuestras mentes que ya bastante sufren con el trago que nos ha tocado vivir.
Nos enfrentamos a la incertidumbre de no saber que sucederá y el miedo atroz a que en un momento de descuido vuelva a repetirse eso que tanto tememos porque, lo sabemos, puede pasar y eso es aterrador.
Cada día que pasa es una victoria sobre la enfermedad pero la lucha es ardua ya que no se puede bajar la guardia y hay que inventar y reinventar modos y maneras de detectar cualquier malestar, atajarlo y darle solución.
Hay que cuidar los detalles y el entorno y saber que cualquier actividad que se proponga tendrá que ser valorada en profundidad por si puede ser perjudicial.
Y si los días se hacen complejos, no se imaginan lo que son las noches.
Es en ellas donde el estado de alerta nos impide conciliar un sueño reparador y cualquier ruido nos altera haciendo que nos despertemos como si sonarán las alarmas de un ataque nuclear.
Tengo miedo y no me avergüenza reconocerlo. Tengo miedo y eso no me hace débil sino que demuestra que soy humana y consciente de la realidad que me rodea. He descubierto en mí facetas desconocidas y límites en mi fortaleza que no imaginaba poseer. Mi mirada ya no es la misma y mi forma de percibir la vida ha cambiado para siempre. Yo ya sabía que no se ha de dejar lo importante por lo urgente y ahora tengo la certeza de que es urgente invertir en lo importante.
Mi vida transcurre ahora de una forma distinta y me siento afortunada porque tengo esa oportunidad que otros, lamentablemente, no tuvieron. Una vida donde no puedo permitirme instalarme en la tristeza y el llanto ya que hay que salir de la negatividad y el pesimismo para dejar espacio para nuevos horizontes.
Una vida que no imaginé ni en mis peores pesadillas y de la que estoy aprendiendo a marchas forzadas, sin pausas y sin experiencia.
Ojalá y sirvan mis palabras a otras personas que, al igual que yo, se sienten perdidos en un ámbito desconocido y aturdidos por los acontecimientos.
Ojalá y encuentren una forma de desahogarse que les sea de ayuda para salir adelante ya que nos necesitan y no podemos fallarles y hemos de encontrar el modo, a toda costa, de ser su tabla de salvación.
Ojalá y sirva mi experiencia para tomar conciencia de que el suicidio no significa querer morir sino dejar de sufrir y que, quienes toman esa decisión, no lo hacen por capricho, por cobardía, o egoísmo y que necesitan de nuestra comprensión y amor para poder recuperarse.
Ojalá la próxima vez que me pregunten:
¿Y tú, cómo estás?, pudiese responder sin un nudo en la garganta que me ahoga y sin titubeos...
Bien, estoy bien.