«De cambiar mi destino, ¿qué probabilidades tengo de encontrar la felicidad?». «Escucha con atención estas tres opciones y elige la que más te convenga. El destino está conformado por cada una de las decisiones que tomamos a cada minuto, a cada segundo que recorremos, no sólo nosotros, sino también nuestros ancestros e, incluso, cualquier otro al que ni siquiera tengamos el gusto de tratar. No se trata por lo tanto de cambiar el destino, sino el pasado». Al viejo le temblaron las manos al pasarlas por el aura de su bola de cristal. Parecía mirar atentamente a ésta, y tal vez lo hiciera, con sus ojos ciegos.
Tras unos minutos, continuó: «Fue tu madre la que marchó a Madrid. Conoció a tu padre y ahí se quedó. Bien podrían haber tomado la decisión de ir a la tierra natal de ella, David. Aquí lo veo con claridad, cuando tu padre se lo susurraba en uno de los oídos a tu madre. Ella respondía: “El trabajo… No sería sensato correr ese riesgo”. En este punto tu destino habría cambiado. Veo propiedades, tierras repartidas por toda la comarca». «No me interesan las propiedades, ni la riqueza, ni otra cosa que no sea caminar con la cabeza bien alta». «Veo, sin embargo, a tus ojos admirar el mar, a tu nariz perseguir el gasoil de las embarcaciones del puerto, a tus manos acariciar el verdín de los muros, a tu boca pronunciar hermosas palabras o callar cuando es mejor el no decir nada». Hizo una pausa. Un rizo blanco colgaba de su despoblada cabellera, justo delante de la frente. David lo miraba hipnotizado.
«Ahora viene la segunda opción. Tu madre está embarazada de ti. Ya tienen las maletas hechas para ser uno de esos nuevos y aventurados colonos de Australia. Un millón de nuevas oportunidades se presentan ante sus ojos. Infinitas esperanzas para prosperar: sembrar y cosechar, así de sencillo. Aquí, al igual que antes, veo una basta tierra esperándote. Sí, ya sé tu respuesta; pero advierto, en cambio, aventuras por territorios desconocidos: la selva, el desierto y el océano te abren sus puertas y no tendrás más que empujarlas suavemente». El anciano tuvo que sentarse por un momento. Estaba agotado y tomó aire. Tras el breve descanso retornó a su bola. «Una llamada telefónica resuena en el saloncito. Tu padre descuelga el auricular. Escucha con atención. Se advierte un brillo especial en su mirada. Cuelga: “Cariño, he aprobado… Un trabajo, un trabajo para toda la vida”. Los canguros se disipan y vacían las maletas entre largos abrazos».
«La tercera opción, dime la tercera opción». El vate guardó la bola de cristal. Hizo sentar a David y le dijo: «La tercera opción no la puedo ver en la bola. No cambies tu pasado; haz cambiar tu destino cambiando el presente. Nos lamentamos pensando en qué hubiera sucedido de encaminarse nuestras vidas por otros cauces. No nos paramos a pensar que nosotros somos el rio y en cualquier momento, por difícil que nos resulte, seremos capaces de elegir el propio camino. Decídete por una de las opciones. Podré interceder ante los dioses para cambiar tu pasado en el momento justo». David lo miró fijamente. Luego retiró la vista dándose la vuelta e inclinando la cabeza hacia el suelo. «No, no… Tienes razón… No debemos crear una vida a nuestro antojo. Con probabilidad la vida sea una maraña que de ir desenredándola, se apague al quedar sin esas callosidades que la protegen. Y a fin de cuentas este es el destino que quisieron mis padres y nadie soy para cambiarlo. Déjalo como está. Escogeré la tercera opción. ¿Daré con la decisión más acertada? Lo ignoro. Eso sí, al menos, la habré tomado yo». El vate pudo escuchar los pausados pasos de David. Desaparecieron hasta sólo quedar la cadencia del segundero del reloj. Un antiguo y precioso reloj de péndulo que nunca se para.