Cómo ser Kabalcanty

04 de xullo 2018
Actualizado: 18 de xuño 2024

El lunes pasado conocí a Kabalcantyb> en su Madridb> natal, a pocos metros de Chueca, con el jolgorio por la celebración de la semana del Orgullo Gayb> en las calles, y la sensación de que la vida se vive una vez y no llega, nunca llega

Uno escribe, se regocija demasiado en ello y muere fatalmente tras los aplausos que nunca llegan o que suenan a hueco.

El lunes pasado conocí a Kabalcanty en su Madrid natal, a pocos metros de Chueca, con el jolgorio por la celebración de la semana del Orgullo Gay en las calles, y la sensación de que la vida se vive una vez y no llega, nunca llega.

Kabalcanty se presentó con sombrero blanco, sonrisa sincera y uno de esos abrazos que dejan huella. Cuando le conocí allá por el año 2012 gracias a las redes sociales jamás imaginé que llegaríamos a estar el uno frente al otro, cual película del Oeste de los años 70: dos tipos solitarios, algo negruzcos, que imaginaron en la adolescencia una vida en lo alto y que ahora degustan jarras de cerveza a ras de realidad -un contexto congestionado por el deshonor y las influencias-.

Creo que para ser un escritor reconocido hay que tener muy buena prensa y un marketing envidiable. Para ser del corte de Kabalcanty se tiene que haber sufrido lo suficiente, se necesita haber degustado ceniza para averiguar a qué sabe lo evidente.

Él, al igual que muchos otros escritores que pasan por la vida sin pena ni gloria por motivos de saber perder o simplemente por ostentar una dignidad inestimable, refleja en sus escritos una dosis letal de nostalgia: años que ya fueron, al son de cientos de cigarros que resuenan en los escombros, que iluminan un alma que aún pide guerra.

En el Madrid de los Austrias Kabalcanty me confirmó que a veces se siente tan jodido que se ve obligado a escribir, obligado a creer en lo que habita en el subsuelo.

Esto ya lo hicieron en su día los grandes escritores malditos cual acto de rebeldía concluyente: Rimbaud, Bertolt Brecht, Ezra Pound… una panda de tipos que no le temían a la muerte y que al final de sus días le acabaron deseando la fama al peor de sus enemigos.

El caso es que, de regreso a Pontevedra, tras un viaje melancólico a la par que enriquecedor, he llegado a la conclusión de que tengo fe en las cucarachas. Tanto es así, que cuando acabe mi próxima novela la dejaré olvidada en uno de los cajones de mi mesilla de noche.

Estoy convencido de que miles de seres difíciles de ver a simple vista me concederás el Nobel del Subsuelo.