Atrapada en el tiempo

01 de xaneiro 2025

La Navidad me tiene trastornada. La Navidad y un catarro que me está durando más de una semana.

Aunque honestamente, el período navideño y el catarro, no son más que excusas para no reconocer que lo que me tiene trastornada es otra cosa: la mediana edad.

Me parecía una edad maravillosa. Le veía muchísimas ventajas, de hecho, creo que están por ahí enumeradas en un artículo que escribí cuando no sabía la que se me venía encima. Revisen, si son tan amables y me ahorran un trabajo, que estoy muy cansada.

La década de los cincuenta, vista desde fuera, yo la tenía idealizada. Desde dentro la cosa cambia, como todo.

Ayer me sorprendí preguntando a una adolescente, que tiene el mismo tono de voz que su madre, si no la confundían con ella por teléfono. Se me quedó mirando como si hubiese visto una troglodita saliendo de la cueva. Y luego caí en que, claro, cada una tiene su móvil.

De repente, me entró una nostalgia tremenda del fijo, que, como dice María Luisa Merlo en la divertidísima obra Mentiras inteligentes, "No le llamábamos fijo. Le llamábamos teléfono".

Cuando era adolescente, sólo tenían móvil los médicos para atender un parto que se adelantaba. Cuando ya lo tuvo todo el mundo pensamos: qué bien, si tenemos una emergencia como rompernos una pierna, quedarnos atrapados en un atasco o que alguien nos persiga por la calle de madrugada, podremos avisar. Ahora le llamamos emergencia a que se nos quemen las croquetas. Y llamamos para contárselo a alguien y desahogar.

No me digan que no tienen a un amigo que les llama para contarles algo importantísimo como que el 24 horas está cerrado y no puede comprarse pan o una revista. Y usted se calla porque es Navidad y los amigos son sagrados. Pero lo que hubiese querido decirle, es fácil de adivinar.

El mismo amigo llama varios días a la semana con emergencias parecidas. Sabemos que la culpa no es de nuestro amigo, es del móvil. La histeria colectiva que ha desatado. La libertad que nos ha hecho perder. Lo que nos distrae de la vida.

Además del catarro y de la Navidad, que son mis dos excusas favoritas para sentirme confusa y cansada, la mediana edad nos trae – no solo a las mujeres, siento escribirlo si es un hombre quien lee porque encajan peor estas cosas- una bomba de hormonas. Te sientes algo así como una o un adolescente, pero ya de vuelta de todo.

La bomba hormonal es lo más normal del mundo, pero tú te sientes rara, rara, rara. O, en el caso de ellos, haces cosas raras. Por eso hay tantas discusiones en las casas, porque la rebelión de nuestras hormonas alrededor de los cincuenta, coincide con la adolescencia de nuestros hijos y el comienzo de la ancianidad de nuestros padres.

Yo esto lo llevo algo mejor porque no tengo ni padres ni hijos – sé que esto da para un debate- y vivo con un perrito traumatizado por un pasado de malos tratos que tiene ya bastante encima como para que le importe mi revolución hormonal. No lo veo "reactivo", como dicen los etólogos y los psicólogos para humanos, hacia mi comportamiento perturbado. Me observa, suspira, o eso me parece a mí, y no me ladra.

En cambio, los hijos de mis amigos y sus padres, por lo que me cuentan mis amigos y por lo que me cuentan los hijos de mis amigos, están pasando por un período de "reactividad" importante. Los padres que se hacen mayores no me cuentan nada, ni de sus hijos ni de sus nietos porque están cansados de aguantarlos y les da miedo que me vaya de la lengua. No quieren más líos. Es normal porque es Navidad y la gente está nerviosa y acatarrada.

Ayer mismo hablaba con una amiga, con la que normalmente hablo de mis cosas, y en algún momento- ni ella ni yo sabríamos explicar cómo- acabamos hablando de la operación de espalda de una amiga suya. De ahí pasamos a la falta de sueño y luego a mencionar la osteopenia, que es el paso previo a la osteoporosis. En medio de esa tristeza nos dio un ataque de risa por cómo han cambiado nuestros temas de conversación.

Cuando una llega a la mediana edad, empieza, como hacía el maestro Antonio Gala, a ser consciente de la importancia de los adverbios. Él empezó a darse cuenta ya de pequeño, porque era un genio. Contaba que los amigos de sus padres en las reuniones familiares – seguramente en Navidad con todos acatarrados- alababan sin cesar la belleza de sus hermanos.

Cuando lo miraban a él le decían a su madre: "Bueno, este es mono, también". Ese también le hizo descubrir que la Gramática no se inventó porque sí.

La semana pasada, cuando podía salir a la calle antes de que el moco okupase mis bronquios, mi garganta y me convirtiese en un troll, tuve un momento Gala. Me encontré con Miguel, un conocido que está obsesionado con que me quiten los lunares del cuello y sobretodo de la cara. Preocupación justificada porque es sanitario jubilado y los lunares le producen desconfianza.

Yo, que suelo dar un voto de confianza hasta a los lunares, normalmente no le hago ni caso. Miren que me avisa y me regaña por mi bien, pero yo sigo a lo mío.

Me dijo Miguel: "Bea, tienes que sacarte todo esto porque pueden llegar a ser malos y porque además tienes una cara bonita. Aún". Consiguió que Antonio Gala se materializase en mi mente con foulard y bastón. Ese aún lo llevo clavado como una astilla debajo de una uña.

Es el sesgo de confirmación, que no te deja centrarte en el conjunto, solo en lo que tú vas pensando y así, en lugar de centrarme en el adjetivo, mi atención se fue por entero al adverbio.

Lo único bueno de que una ya no sea la de antes es la sororidad. La de mi amiga que se entristece conmigo y luego comparte mi ataque de risa. La de Nora Ephron, la periodista americana cuya recopilación de artículos "Ni me gusta mi cuello ni me acuerdo de nada" me acabo de autorregalar. Vaya usted a saber por qué me he sentido atraída por el título.

Mi cuello todavía me gusta- aunque como dice Miguel tenga que mirarme los lunares y demás cosas que antes no estaban ahí- La memoria empieza a fallar, eso tengo que admitirlo.

Ya digo cosas como "sí, hombre, este actor tan joven, de pelo rizo que trabaja en esta película, cómo se llama que no me sale ahora y el título de la película tampoco". Las dice alguien que hasta hace nada se sabía todos los títulos y los nombres, incluidos los de quienes habían sido descartados para el papel protagonista, una friki del cine.

 

En mi descargo por haberme regalado a mi misma, diré que el diseño de los libros del Asteroide y su criterio editorial me resultan demasiado atractivos como para pasar de largo por la estantería. Por no hablar del rojo tan rojo que han escogido para la reedición navideña. Estaba allí diciendo llévame a tu casa. Soy lo que necesitas en este momento.

Nora Ephron, escritora, guionista, periodista, directora de cine y una leyenda para los neoyorquinos, escribió esos artículos cuando tenía sesenta y nueve años.

Ya había dejado la mediana edad atrás, no tenía crisis existenciales ni bombas hormonales. Seguía siendo divertidísima. Ella y todas sus amigas llevaban un pañuelo al cuello porque, aunque eran –sí, aún- mujeres atractivas, inteligentes y formadas intelectualmente, no podían evitar sentirse fatal por culpa del edadismo. Lo bueno es que era precisamente la propia edad la que les daba la suficiente perspectiva para poder tomarse la vida con humor.

Por eso, además de por su talento como escritora, me da una envidia loca leer sus artículos. Los voy devorando como onzas de chocolate negro, porque estoy deseando pasar esta barrera invisible de la mediana edad que me tiene como atrapada en el tiempo. Mayor para ser joven y joven para ser mayor.

Nora Ephron falleció solo dos años después de escribir el libro, a los setenta y uno, a causa de una leucemia. Le quedaba todavía mucha guerra que dar. Mucho por escribir.

Por eso, que haya otro año más a la vista me reconforta y me hace sentir una persona privilegiada.

Tenemos otros 365 días por delante. Estoy agradecida por haber podido llegar hasta ellos. Tienen ese olor a nuevo, único y especial de los libros en papel cuando los abres por primera vez.

Estoy deseando despedir el 2024, que ha sido personalmente muy duro, y estrenar el Año Nuevo. Me encantaría que viniesen muchos más, para poder dejar atrás esta niebla mental que me tiene aturdida y llegar a ser una viejecita sabia. Debe de dar una paz inmensa.

Aunque me acatarre con más frecuencia y me salgan más lunares.

 

Feliz 2025