Hemos vivido en el siglo XX en un mundo saturado de dogmas, saturado es término que significa repleto, a rebosar de proposiciones tenidas por ciertas, principios innegables, creencias indiscutibles. Fueron convertidas en órdenes impersonales emanadas desde pequeños círculos de poder ideológico que luego se han volcado sobre los individuos para maniatar su voluntad, para ejercer inmediata influencia sobre su pensamiento y, por tanto, sobre sus decisiones. De esta manera se han podido construir las cárceles más grandes del planeta: países enteros. Y despeñarse por la miseria más terrible mientras se gritan consignas.
A mí me ha dejado clavado a la silla la clamorosa publicación de los resultados de una investigación dirigida por el neozelandés James R. Flynn, que ha venido estudiando ampliamente este fenómeno a lo largo del siglo XX y comienzos del XXI: el cociente intelectual está descendiendo por primera vez en décadas. Me ha
dejado clavado porque es exactamente lo que pienso desde hace mucho tiempo: imposible que no se vea reflejado en la sinapsis la permanente caída generalizada de exigencia en la enseñanza. Este efecto Flynn - al menos en lo concerniente a los aspectos de la inteligencia más rupestre- lo veía venir, siempre he retado in pectore a cualquier bachiller del siglo XXI a comparar sus conocimientos y habilidades con los míos, y cuando digo míos hablo de generaciones. Nuestra generación contra la generación del siglo XXI. Arrasamos.
Maldita la idea que tengo sobre la fabricación de celulosa en el siglo XXI ni tampoco tengo idea alguna de cómo se produce mineral en el año 2025. Pero estos proyectos empresariales con gran impacto social, la fabricación de celulosa y la explotación de una mina, son cosas que suceden en las sociedades más avanzadas.
En todas las naciones con mayor desarrollo -con las instituciones más limpias, con las mayores exigencias medioambientales-, se fabrica celulosa y se producen metales. Crean múltiples puestos de trabajo, dinamizan las comarcas, dan estructura a las facultades universitarias mediante empleo de alto nivel, desarrollan las comunicaciones, integran nueva población... todo son ventajas en una sociedad democrática. Porque una sociedad democrática dispone de los necesarios controles y de las personas más indicadas en los distintos niveles de la administración pública para evaluar los niveles de impacto... es que somos una sociedad madura que ante una cuestión de esta envergadura tiene los recursos necesarios para que se desarrolle todo el proceso de acuerdo con la Ley. Es que estamos en una sociedad en cuya cúspide no está ni el Rey: están nuestrasLeyes. Y todo proyecto de inversión que afecta a tantas cuestiones ha de estar supeditado a la Ley. Y punto.
¿Por qué no leemos -bueno, yo me eximo- el informe redactado por D. Juan M. Lema Rodicio, catedrático emérito de Ingeniería Química en Compostela y presidente de la Real Academia Gallega de Ciencias? Hay una empresa del sector de la madera que publica unos artículos en los que comenta el Informe con gran profusión de explicaciones técnicas y ambientales que me parecen dignos de una sociedad avanzada, democráticamente desarrollada. Y no sé si su opinión es buena o mala en relación con la instalación Altri.
No me los he leído. Altri, Touro... son proyectos que la sociedad democrática evalúa a través de la administración pública que es la que decidirá si los requisitos se cumplen con la mayor exigencia. Como tales proyectos insertos en un territorio favorecen a toda la sociedad, a la propia comarca y a sus habitantes. ¿A todos? Seguro que no.