Cuando llegó el momento de la despedida, los ojos se me llenaron de lágrimas, porque no estaba realmente lista. Ahí estaba, de pie en la puerta, sin saber si debía salir o quedarme para siempre. Sentía como si el mundo se desmoronara bajo mis pies, como si los pedazos que dejaba atrás fueran imposibles de recuperar, y mucho menos de reparar. Con la mirada fija en el suelo, me sentía avergonzada conmigo misma por haber fallado. Decir adiós me costó un esfuerzo inmenso. Estaba agotada, sin fuerzas para seguir, sin encontrar sentido en las cosas más básicas, como respirar. La tristeza de romper el núcleo que alguna vez llamamos amor me consumía por dentro. En la puerta, esperé oír tu voz pidiéndome que me quedara, pero solo encontré el silencio, ese silencio que, sin duda, es un adiós.
Tenía dudas de todo: de mí, del pasado, del futuro y del presente que no quería vivir. Fueron los minutos más largos de mi vida. Me fui lentamente, esperando un milagro…
Y el milagro llegó. Unos meses después, vi todos los milagros juntos. Aquel adiós era necesario. Era el punto final que yo necesitaba para entender que los finales son esenciales para permitir nuevos comienzos. Aprendí a no llorar por todo y por nada. Mis lágrimas y mi expectativa de felicidad debían ser más leales a mí misma y menos impulsadas por la emoción. Ahora entiendo que todo lo que llega también puede irse. Debe haber siempre una puerta de salida abierta. Era necesario salir de un lugar donde me sentía feliz, pero como si fuera otra persona.
Empecé a comprenderme y conocerme. A darme oportunidades más ligeras, donde no sintiera que faltaba el respeto a alguien. Comencé a expresar lo que siento sin temores, y eso, para mí, es un milagro. Soy feliz, incluso cuando estoy triste, y creo en la tristeza que me impulsa y me hace avanzar. Aquel día perdí cosas, pero ninguna de ellas era realmente mía; pertenecían a una etapa que debía ser pasajera. Importante, pero pasajera.
Soy el resultado de haberte llorado como se lloran las penas. De haberte perdido para poder encontrarme y dedicar más tiempo a ser yo. Mis deseos han cambiado; ahora son más reales y menos soñadores. Me siento tan fuerte por dentro que percibo el amor como una silla en la que nos sentamos por un tiempo, ya sea corto o largo, según cuán resistente sea y cuán cómodos nos sintamos en ella. No debemos temer a decidir marcharnos, terminar, abandonar o ser abandonados. Nada puede ser más fuerte que el amor propio.
Si volviera a ese instante en tu puerta, sé que mis lágrimas serían inevitables, pues los desamores merecen ser llorados. Pero esta vez, lloraría por razones distintas. Levantaría el rostro, buscando tus ojos, y con una suave sonrisa en mis labios, te susurraría dulcemente… adiós.