Nada de eso alcanza a describir lo que mi cuerpo y mi mente decidieron sentir por ti. Amarte, creo, fue necesario. Fuiste el trampolín más grande de mi vida, la experiencia que marcó un antes y un después. Una verdad cruda, pero hermosa.
Tal vez no merezcas que recuerde tanto de ti. No porque hayas sido cruel o indiferente, sino porque tu adiós me dejó sola, sin mí misma. Es extraño cómo alguien puede llenarte hasta desbordar y, al irse, llevarse incluso lo que eras. Quedé vacía, como si cada rincón que iluminaste se volviera sombra de golpe. Fue un duelo que tuve que aprender a nombrar, porque no era solo por ti: era por la versión de mí que murió contigo.
Aprendí a conocerme gracias a ti, aunque admito que al principio no lo veía así. Suena a cliché, lo sé, pero es tan real como el dolor que me atravesó después de tu partida. No moría por ti. Nunca lo hice. No eras indispensable en mi vida, aunque hubo momentos en los que quise que lo fueras. No lo eras todo para mí, porque desde el principio me prometí no amarte más de lo que me amo a mí misma.
Y, sin embargo, sé que un amor así solo nace una vez cada mil años. No porque haya sido perfecto, sino porque fue transformador. Porque me enfrentó con lo mejor y lo peor de mí. Porque me enseñó a amar con intensidad, pero también a soltar con valentía.
Hoy no escribo para hablar de ti, sino de lo que vino después de ti. Porque aunque cerré la puerta, nuestra historia no terminó: simplemente tomamos caminos distintos. Pero tú sigues aquí, en cada relación, en cada amistad, en cada encuentro íntimo. No como un fantasma, sino como una lección. Porque no fuiste solo mi pareja. Fuiste carne y alma, venas y sangre, maestro de amor y, sin duda, de dolor.
Me has servido de mucho, aunque nunca lo hayas sabido. Me has liberado de caer en amores vacíos, de confundir pasión con dependencia, de perderme en manos equivocadas. Me has dado una brújula para navegar en un mar de emociones inciertas. Aprendí a ver las sombras incluso cuando todo parece blanco, y a desconfiar de las luces que deslumbran demasiado.
Y es curioso, porque a pesar de todo, no hay resentimiento en mis palabras. Solo gratitud, envuelta en una nostalgia suave, como el eco de una canción que ya no duele, pero tampoco se olvida.
Amarte fue necesario para entender que el amor no siempre llega para quedarse, pero siempre deja algo detrás. A veces, ese algo es la ruina; otras, es la semilla de una nueva vida. En mi caso, fue ambas cosas. Me rompiste, pero también me reconstruí. Y aunque no vuelvas a cruzarte en mi camino, llevas mi marca, como yo llevo la tuya.
Hoy, al mirar atrás, sé que tu adiós no fue el final, sino el comienzo de todo lo que soy ahora. Aprendí que el amor no debe doler para ser real, que no necesito perderme en otro para encontrarme a mí misma, y que las historias que no terminan con un “felices para siempre” no son fracasos, sino transformaciones.
Así que gracias, por el caos y por la calma. Por enseñarme lo que es el amor, y lo que no quiero volver a aceptar como tal. Por ser un capítulo inolvidable en un libro que aún sigo escribiendo. Porque al final, no importa cómo te fuiste, sino lo que dejaste. Y lo que dejaste fue a mí: completa, fuerte, y lista para lo que venga.