El camarero le hizo una mueca de fastidio a su compañero cuando paso por su lado. Estaba debajo del cuadro que representaba una vista del faro del cabo Villano en el pueblo de Camariñas. El restaurante estaba vacío, sólo ellos cuatro cenaban alborotando el local.
— ¡Cuándo terminarán de una jodida vez! -masculló el camarero que servía esa mesa a su compañero.
— ¡Vaya panda de paletos que te ha tocado en suerte, compi! -comentó el otro dedicándole un gesto de adhesión.
— Parece como si les hubiera tocado la lotería. A ver si también lo celebran con una buena propina.
— No te fíes, estos pobretones no se suelen acordar de cuando no tenían. No sirvas a quien sirvió.
Desde que el hombre sacó de su carrito la bolsa de plástico con la marca de unos almacenes textiles, estimulado por la insistencia de la vieja ("Enséñanos lo que te queda del dinero que te mandamos. Es lo propio ahora que somos una piña"), y contaron, ojipláticos los tres, los siete mil quinientos veinte siete euros, se desató una euforia entre los dos hermanos y la madre que no acababa de comprender el hombre. Se diría que están más felices con lo que hay dentro de la bolsa que con mi presencia, delataba su rostro impávido y sus cejas quietas de manera inusual. Contemplaba cómo manoseaban el dinero festejándolo con frases para él extrañas.
— El vestido verde que vi en El Corte Inglés, ese parecido que farda la Rosita, la hija de Julián, el del estanco.
Decía Herminia despojando de su cara el desánimo. Sus ojos, alicaídos y medio entornados, parecían ahora fuera de sus órbitas.
— Con algo de esto doy la entrada para la moto.
Comentaba Ramón estrujando varios billetes de cincuenta.
— Un buen abrigo y se acabó el ir un par de veces por semana al Duppys, ahora nos plantamos a jalar en La Casa Gallega y que viva la Pepa.
Gritaba la vieja haciendo montoncitos con los billetes.
Para celebrarlo fueron a cenar a esa Casa Gallega, un restaurante de más categoría que el Duppys que se encontraba en la Avenida de España junto al Banco Nacional.
— ¡Esta noche nos vamos a "jartar", hijito mío! -la vieja cogió a su estrenado hijo por los brazos e intentó dar unos pasos de baile- Tienes menos gracia que un higo chumbo, desaborío.
Añadió ante la torpeza del hombre.
Comida en abundancia regada con varias botellas de vino. Ramón pedía una botella tras otra llenando los vasos de los otros tres a cada sorbo que daban. Su vocecilla aguda en consonancia con sus ojillos rasgados y diminutos, se confundían velados por la huella del alcohol. Todos reían por cualquier nadería y festejaban cada bocado o sorbo brindando a la luz de los fluorescentes del restaurante.
Los tres lo hacían menos él. Primero se sintió contrariado porque deseaba cenar paella y pollo asado y su madre postiza, se le impidió alegando que"eso no era cenapara una jodia celebración de tanta enjundia". Tampoco podía evitar que le llenaran la copa una y otra vez y que le incitaran a enaltecer unas bromas que no acababa de entender. Su cabeza hervía con una incomodidad que palidecía en su rostro serio, fuera de lugar. Como otras veces, empezó a dudar de los tres que le acompañaban en la mesa. Comenzó a verlos como desconocidos o como seres contrarios a los que él deseaba hallar. ¿Eran seres queridos? ¿Deseaban encontrarle, que volviera a reunirse con ellos tras su dilatado paso por la residencia? La residencia. ¿Australia? ¿Había trascurrido tanto tiempo como para haber caminado un millón o dos de kilómetros? Australia sonaba como mucho más grande que el pueblo que encontró tras el bosque de pinos. ¿Australia? Escudriñó el final de sus pantalones pirata comprobando sus tobillos amoratados salpicados de una escamilla nacarada. Le zumbaba la cabeza y le confundían las risas y los vítores de los que estaban en su mesa. Como nombre le resultaba cautivador Australia. Bonito Australia. Tin tan ton, tin tin tan. Aus-tra-lia. Aus-tra-lia. Pronunció el nombre en voz alta varias veces hasta que acabó sonriendo por vez primera en toda la noche.
— Y este con su Australia de los cojones. -dijo la vieja, invitando a la hilaridad de su dos hijos.
En la calle cantaban y aplaudían a voz en grito, dueños de la noche. Desde algunas ventanas maldijeron su algarabía acordándose de sus madres.
Él musitaba el nombre del país, agarrado de los hombros de los otros tres, participando de una alegría que poco tenía que ver con la de los demás. Era una madrugada de agosto calurosa bajo un cielo despejado y con demasiadas estrellas, muchísimas, según apreciaba él. A la estrella que le pareció más luminosa quiso ponerle nombre.
— Mirad, esa estrella que brilla tanto es Australia. ¿La veis? Es la que tiene más luz y la que se mueve si giráis así la cabeza.
Dijo y los otros tres prorrumpieron en una carcajada que zigzagueó la calle.
— ¡Escucháis al chorra más chorra del barrio, vecinos! ¡¡Es nuestro nuevo hermano australiano!!
Exclamó la voz punzante y beoda de Ramón sujetándose entre las dos mujeres que rieron descaradas la gracieta.
Al llegar a la casa todos se acostaron raudos, dejándose caer literalmente en cualquier sitio. Se acostaron sin desvestirse, rendidos, ahítos de regocijo, borrachos. La anciana, hecha un ovillo en un camastro sin sábanas, se aferraba a la bolsa de plástico del dinero como si fuese su bebé primogénito.
Sin embargo, el hombre arrimó su carrito y su paraguas y se dejó caer sobre el sillón de enea. Tenía sueño pero sabía que no podría conciliarlo. Sus pensamientos parecían llevarle a dos polos opuestos: la dicha por ese país llamado Australia, que rutilaba dentro de su mente como una palabra clave intentando encajar dentro de un puzle intrincado, y la incomodidad que le procuraban aquellos desconocidos que decían ser sus familiares. Ya le había ocurrido otras veces; los pocos que se acercaron a él acabaron siéndole personas beligerantes, muy distantes a lo que consideraba como buena gente.
Rebuscó en el carrito hasta que dio con el bote de las pastillas. Se tomó las dos de todas las noches. Tenía el estómago pesado y un anillo que le apretaba la cabeza. Trató de recostarse en el sillón pero se sintió incómodo. Se levantó y fue hasta el ventanuco para volver a mirar el patio como lo hizo esa misma tarde. Estaba muy oscuro, silencioso, indiferente. De súbito, tropezaron sus ojos con los del gato, sus pupilas amarillentas parecían desafiarle de alguna manera. Se estremeció cuando el felino le bufó desde el centro del patio. Todos se mostraban como contendientes de una batalla que él no deseaba librar. Se retiró del ventanuco y fue sintiendo ese sudor frío que precedía a los indeseados arrebatos. Se apoyó sobre la mesa camilla con sus dos manazas. Temblaba. Oleadas de odio movían la sangre de sus venas al tiempo que dentro de su cabeza giraban alocadas figuras que reconocía a pesar de su celeridad. Después levantó los ojos para toparse con la vieja tendida en el jergón. Dormía con la boca abierta emitiendo un ligero ronquido, apretada a la bolsa de plástico con el logotipo de unos almacenes textiles.