Tiró de la palanca de la cisterna. El borboteo del inodoro le hizo salir del sopor que, desde que se levantó de la cama, le envolvía en una nube densa y pegajosa. Al mirarse en el espejo creyó verse más viejo que de costumbre. Unos ojos enrojecidos, una labios rugosos y cada vez más mermados, el pelo escaseándole sobre la frente y unas orejas que parecían crecer por momentos. Hizo un gesto grimoso y, tras lavarse la cara, se peinó sin mucho entusiasmo.
Era lunes y eso podía explicarlo todo. Al igual que aborrecía su trabajo en la fábrica, odiaba las mañanas de los lunes. Cuando era joven no sentía esa aversión y, sobre todo, los días primaverales le encantaba ir a trabajar sintiendo esa brisa renacida en su rostro por las mañanas. Luego, poco a poco, todo fue perdiendo chispa.
Andrea, su mujer, llamó a la puerta del cuarto de baño con urgencia.
— Vamos, Rodri, que se me hace tarde. -dijo en voz alta.
Ella entraba a trabajar antes que él en la empresa de limpieza. Iba directa a limpiar unas oficinas del centro de la ciudad antes de que comenzaran a llegar los trabajadores. Se cruzaron un instante en el marco de la puerta del aseo. Lo suficiente para que Rodrigo advirtiera el rostro cansado de ella que el maquillaje barato no podía esconder. Ella ni le miró, pasó rápida a su lado dejándole el perfume adocenado de la tienda del chino del barrio. Esa bola pétrea en el estómago subió hasta su cabeza y sintió la tristura crecer como un escalofrío cortante.
— Compra una barra de pan para la cena. No se te olvide que me toca residencia de mi madre.
Le dijo a él una vez entornada la puerta.
Después se despidieron en la cocina con un beso al vuelo. Rodrigo volvió a su tazón de café. Mojaba las galletas mientras escudriñaba el patio oscuro a través de la ventana. ¿Sería un día soleado? En el patio sólo se adivinaba grisura.
Arrancó la furgoneta a la tercera. Sacudió la cabeza cuando oyó el resurgimiento de la batería. “¡Joder, si es que ya tiene dieciocho años el maldito coche!”, se dijo golpeando un par de veces las manos sobre el volante.
A las ocho menos veinte estaba aparcando en el sitio asignado para los empleados de la fábrica. Los empleados de la administración tenían los huecos del aparcamiento techados cerca de la entrada principal. La clase alta de la empresa disponía de un subterráneo con vigilante. Se escuchaban voces lejanas y el rugir de motores apaciguándose antojadizamente. Estuvo unos segundos dentro de la furgoneta escuchando la previsión del tiempo. Cielos nublados con calima africana abundante y temperaturas altas para la época. De su boca salió un “bah” y negó moviendo varias veces la cabeza.
Iba atravesando el lóbrego pasillo que conducía a las taquillas para cambiarse de ropa, cuando algo resplandeciente en el suelo llamó su atención. Examinó su espalda y se agachó. Era una bonita pulsera que alojaba una piedra sonrosada. Parecía tallada con mucho esmero y su peso, pensó Rodrigo, intuía un valor estimable. Escrutó sus alrededores y se la guardó en el bolsillo de la cazadora. Por aquel pasillo inmundo no pasaba nadie excepto los trabajadores físicos de la empresa. “Ni oficinistas, ni comerciales, ni gente adinerada. La verdad es que es raro de cojones que haya aparecido esto por aquí”, pensó mientras se enfundaba el mono de trabajo.
Apretaba dos tornillos y engrasaba tres cojinetes. En una mano la llave del 10 y en la otra una pequeña brocha que humedecía en el recipiente con lubricante que colgaba de su cinturón. Las piezas pasaban, por la guía raíl encima de su cabeza, en el intervalo de un minuto. Todo repetitivo durante ocho horas, eso si no había demanda de producción con lo cual la jornada podía alargarse en un par de horas. El trabajo le procuró un dolor en las cervicales que se hizo crónico con el paso del tiempo. El médico de la empresa se recetó Enantyum 25 mg para paliar el dolor, tres cada ocho horas si el daño era insistente.
No se acordó de la pulsera hasta que no volvió a cambiarse de ropa. Notó su presencia en el bolsillo de la cazadora pero ni se le ocurrió sacarla. Nadie la había reclamado. No había ninguna nota al respecto en administración, ni por megafonía dieron aviso. Esperaría a ver qué pasaba. Ser paciente. Era una joya valiosa, seguro. Dejar que la vieran los demás le pareció imprudente. “Cualquiera de estos mamones puede decir que es suya. De sobra lo sé.”, se dijo poniendo un gesto grave al tiempo que entornaba los ojos y aseguraba la decisión.
Cuando aparcó al lado de su casa, en la furgoneta, observó con detenimiento la pulsera. Su forma circular y áurea estaba labrada con una greca que se enroscaba hasta juntarse en los engarces que sujetaban la piedrecita sonrosada. Sus reflejos, a la luz mortecina de la farola de la calle, destellaban vida, energía, vitalidad que parecía penetrar por su mano y recorrer sus venas. En ese momento, no recordó mejor lunes desde hacía muchos años. Al acariciarla por el interior sintió el relieve: Para siempre Nora, leyó silabeando. Un obsequio para una mujer. ¿Un regalo de boda? ¿El secreto de un amante? ¿Un marido enamorado? ¿Un fan dadivoso? No supo cuanto rato estuvo en el coche escudriñando la joya; minutos, horas, quizás, el tiempo no contaba mirándola.
— Ya veo que se te olvidó el pan. ¡Qué mierda de vida! ¡Una de acá para allá sin poder descansar ni llegando a casa!
Exclamó Andrea, levantándose brusca de la silla y yendo a ponerse una chaqueta.
Rodrigo, paralizado en el centro del cuarto, junto a la puerta de entrada a la casa, pensó que ella no sabría apreciar la joya. No es que hubiera tenido la intención de regalársela, ni siquiera lo evaluó, sin embargo ahora estaba seguro que Andrea no apreciaría en su plenitud la pulsera. La faltaba la sensibilidad que le habían robado los años de rutina y necesidad. Él lo comprendía, lo entendía perfectamente, y por la misma razón estaba convencido que ella no tenía derecho a llevar esa pulsera en su muñeca. La joya era demasiado excelsa para tanta mediocridad. También él se sintió vulgar en la furgoneta inundado por su brillo. Pero él la encontró, tropezó en su camino… Tal vez le eligió a él por alguna razón todavía desconocida.
Se quitó la cazadora y guardó la pulsera entre un descosido del forro. Luego fue hasta la mesa y encendió la televisión. El concurso estaba comenzado. Rodrigo miraba el receptor sin oír, sin ver. No escuchó la entrada de Andrea con la barra de pan envuelta en la funda de papel. Tampoco dijo nada cuando ella le preguntó si le apetecía que friera ya las rabas congeladas para cenar.
— Estoy molida. Me apetece meterme en la cama cuanto antes mejor.
Dijo ella desde la cocina.