Desde que escribiste aquel "En las horas crepusculares de la muerte, con los sentidos semidormidos…" tu primer - ¿tu único? – poema, nunca le habías dado demasiadas vueltas a aquello. Ni fuiste capaz de ser poeta, ni siquiera te lo propusiste. Te has pasado, como tantos otros, como casi todas las personas, desconectado de aquellas épocas, de la juventud. Te vas acordando, con frecuencia creciente, desde que eres viejo.
Tendrá muchos inconvenientes pero no se puede decir que la vejez sea aburrida. Ni siquiera para los que aparentemente y, de momento (a partir de ciertas edades, el "de momento" es imprescindible añadirlo siempre), no tenemos importantes enfermedades o achaques. Y hablo, claro está, de los que vivimos a partir de una cierta solvencia económica. Los que no pueden llegar a fin de mes no se aburren a ninguna edad.
Cuando, hace un trimestre nació en mí el "viejo", lo capté muy bien. El viejo también necesita en ocasiones cesárea o fórceps para hacerse ver, pues se resiste. También, en su caso, inútilmente. Acaba naciendo, quiera o no, y las maniobras de ayuda ajenas pueden deteriorarlo aún más.
Ahora sí. Me ha llegado la prueba - objetiva además - definitiva de que soy viejo: hablo solo por las calles. No sé con quién, quizás conmigo mismo. Yo me escucho. Pero estoy tranquilo, los demás -con los que me cruzo - no se enteran, no tienen interés. Nunca nadie, desde que llegué a viejo, me pide mi opinión sobre nada. Los transeúntes con los que me encuentro tampoco. Quizás algún turista sólo para interesarse por una dirección. Los teléfonos móviles, el escuchar emisoras de radio o grabaciones a través de llamativos auriculares, hacen que la gente - aunque hable consigo misma - pueda parecer que lo hace con otro. Por lo tanto, los viejos que en tiempos pretéritos quedaban señalados como locos porque hablaban solos, ahora no. Los que quedan señalados como raros, extraños, solitarios, son las gentes que van por la calle con la boca cerrada.
Y pensando en estas cosas… me encuentro hoy con una de tus últimas fotos. Sentado entre piedras que se adivinan de una pared noble. No sé si religiosas o profanas pero nobles, piedras nobles. Como tú lo eras entonces y como los seguirías siendo ahora, si no estuvieras ya muerto. La bondad, el equilibrio y la nobleza, cuando se conservan de anciano, es que se dispusieron – no en exceso porque son cosas que nunca se poseen en exceso – a lo largo de toda la vida. Estás serio y sereno (que no son la misma cosa). Es una foto formidable porque el sombrero y las gafas que impiden verte los ojos, el cabello y la mitad de la frente, no logran ocultarte. Probablemente nunca tuviste nada que ocultar. No estabas todavía ingresado para que alguien te ayudara a permanecer en pie. Te bastaba con ese bastón en que te apoyas con la muñeca flexionada. Desde la cinta del sombrero, los cristales de las gafas oscuras, el cuello de la camisa desabrochada sólo en el último botón, el espacio entre las piernas, y hasta los calcetines, hay una línea oscura del tono de las sombras de las piedras. Los pliegues arrugados del pantalón o de la cazadora te suman, más que restan, elegancia. Nada se puede oponer a la elegancia que es una actitud del espíritu. Todo parece – lo es – equilibrado. Es la tuya una actitud serena de contemplación y espera. Nadie observado por ti en ese momento que recoge la fotografía se sentiría molesto. Nadie podría tampoco adivinar a qué o a quién esperas. Eso - aunque nunca tuviste nada que ocultar -lo escondes sólo para ti. Es el misterio de la esencia personal que poseemos todos y que nos hace únicos a todos y cada uno.
Escribo esto desde el café que frecuentábamos. No nos volveremos a ver, pero siento que en cualquier momento vas a parecer por la puerta.
Tendrá muchos inconvenientes pero no se puede decir que la vejez sea aburrida. Ni siquiera para los que aparentemente y, de momento (a partir de ciertas edades, el "de momento" es imprescindible añadirlo siempre), no tenemos importantes enfermedades o achaques. Y hablo, claro está, de los que vivimos a partir de una cierta solvencia económica. Los que no pueden llegar a fin de mes no se aburren a ninguna edad.
Cuando, hace un trimestre nació en mí el "viejo", lo capté muy bien. El viejo también necesita en ocasiones cesárea o fórceps para hacerse ver, pues se resiste. También, en su caso, inútilmente. Acaba naciendo, quiera o no, y las maniobras de ayuda ajenas pueden deteriorarlo aún más.
Ahora sí. Me ha llegado la prueba - objetiva además - definitiva de que soy viejo: hablo solo por las calles. No sé con quién, quizás conmigo mismo. Yo me escucho. Pero estoy tranquilo, los demás -con los que me cruzo - no se enteran, no tienen interés. Nunca nadie, desde que llegué a viejo, me pide mi opinión sobre nada. Los transeúntes con los que me encuentro tampoco. Quizás algún turista sólo para interesarse por una dirección. Los teléfonos móviles, el escuchar emisoras de radio o grabaciones a través de llamativos auriculares, hacen que la gente - aunque hable consigo misma - pueda parecer que lo hace con otro. Por lo tanto, los viejos que en tiempos pretéritos quedaban señalados como locos porque hablaban solos, ahora no. Los que quedan señalados como raros, extraños, solitarios, son las gentes que van por la calle con la boca cerrada.
Y pensando en estas cosas… me encuentro hoy con una de tus últimas fotos. Sentado entre piedras que se adivinan de una pared noble. No sé si religiosas o profanas pero nobles, piedras nobles. Como tú lo eras entonces y como los seguirías siendo ahora, si no estuvieras ya muerto. La bondad, el equilibrio y la nobleza, cuando se conservan de anciano, es que se dispusieron – no en exceso porque son cosas que nunca se poseen en exceso – a lo largo de toda la vida. Estás serio y sereno (que no son la misma cosa). Es una foto formidable porque el sombrero y las gafas que impiden verte los ojos, el cabello y la mitad de la frente, no logran ocultarte. Probablemente nunca tuviste nada que ocultar. No estabas todavía ingresado para que alguien te ayudara a permanecer en pie. Te bastaba con ese bastón en que te apoyas con la muñeca flexionada. Desde la cinta del sombrero, los cristales de las gafas oscuras, el cuello de la camisa desabrochada sólo en el último botón, el espacio entre las piernas, y hasta los calcetines, hay una línea oscura del tono de las sombras de las piedras. Los pliegues arrugados del pantalón o de la cazadora te suman, más que restan, elegancia. Nada se puede oponer a la elegancia que es una actitud del espíritu. Todo parece – lo es – equilibrado. Es la tuya una actitud serena de contemplación y espera. Nadie observado por ti en ese momento que recoge la fotografía se sentiría molesto. Nadie podría tampoco adivinar a qué o a quién esperas. Eso - aunque nunca tuviste nada que ocultar -lo escondes sólo para ti. Es el misterio de la esencia personal que poseemos todos y que nos hace únicos a todos y cada uno.
Escribo esto desde el café que frecuentábamos. No nos volveremos a ver, pero siento que en cualquier momento vas a parecer por la puerta.