Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 21ª)

13 de junio 2023
Actualizada: 18 de junio 2024

Las aceras rutilaban con el brillo del relente. La noche era una boca negra con los lunares de las luces de las farolas. Apenas se veía claridad en los bloques de pisos, sólo algunas ventanas, la mayoría con las persianas bajadas a cal y canto, permitían que la luz interior se filtrara tamizada por los agujeros de las lamas

— Oye, Juan, aunque te haya salido la cena de gorra no me apetece tomar nada -protestó Baldomero siguiendo los pasos del otro- Porque no quiero pensar que vayas a buscar algún lío más.

Las aceras rutilaban con el brillo del relente. La noche era una boca negra con los lunares de las luces de las farolas. Apenas se veía claridad en los bloques de pisos, sólo algunas ventanas, la mayoría con las persianas bajadas a cal y canto, permitían que la luz interior se filtrara tamizada por los agujeros de las lamas. No se cruzaron con nadie hasta que divisaron la portezuela de la sede de los Heraldos Españoles.

— Crucemos -dijo K. tirando del brazo de su compañero- Sólo va a ser un momento para ver que se cuece en ese portal.

— Mira que me lo olía, joder -se quejó Baldomero sacudiendo de muy mala gana la cabeza- Ya andamos con un muerto a cuestas y tú sigues metiéndote más en la gresca. Si yo no quería enfrascarme era por algo, coño.

Se parapetaron en el zaguán de un portal. Había dos tipos en la puerta de la sede que hablaban de forma enardecida. Esta vez la sede estaba iluminada por un pequeño foco que caía sobre el escalón de la entrada. K. prendió un cigarrillo y escudriñó la ventana de la vecina de encima. Uno de los hombres tuvo una llamada. Por la manera con que escuchaba a su interlocutor parecía estar recibiendo alguna consigna importante o una bronca a la que no oponía resistencia. Cuando colgó le dijo algo al otro y entró decidido al local.

— ¿Qué hostias haces? -inquirió K. volviéndose.

Baldomero andaba atareado con un pañuelo sobre su nariz.

— Con la rasca que hace se le cae a uno la vela y no quiero sonarme para no hacer ruido -contestó airado- A ver si no puede uno ni quitarse los mocos.

Un coche a gran velocidad giró en la calle y se detuvo brusco a la entrada de la sede. Era un Audi de alta gama con los cristales tintados. Se bajaron don hombres trajeados, uno de ellos con una coleta. El que se quedó atrasado a la puerta del local, le pareció el malencarado de Francachela. Pronto apareció un muchacho, vestido con una cazadora beisbolera, cogido por el brazo del de la coleta.

"Eres un puto mamón. El jefe dijo muerto, no medio muerto.", le gritaba el hombre de la coleta al joven mientras le llevaba hacia el coche con malas artes. El que parecía el malencarado les abrió la puerta para que se metieran en la parte trasera del vehículo.

— Chapad el local y no abráis la boca para nadie. ¿Entendido?

El malencarado les grito a los que estaban en la puerta con aires autoritarios.

Luego el coche arrancó y se puso en marcha de la misma manera con que llegó.

Los tipos de la puerta escudriñaron hacia todos los lados antes de cerrar la puerta con estruendo. Se quedaron dentro del sitio.

Acto seguido, la persiana de la vecina de arriba se abrió y una cabecita de tintes blancos se agitó mientras despotricaba manoteando.

— Ahora sí que nos vamos, Bal. -dijo K. prendiendo otro cigarrillo.- Estos tíos son la madre del tinglado, blanco y en botella.

Baldomero se sonó la nariz elevando un estallido que hizo temblar los cristales de la puerta del portal.

K. ni le miró, echó a andar indiferente.

Después de dejar a Baldomero en su casa, aparcó el coche en el descampado trasero del centro comercial y subió a la pensión.

— Cada día más tarde, y ya no tiene edad para andar de picos pardos. Borrachuzos y vagos nada más.

Escuchó la voz cascada de la señora Hilaria tras la puerta de su habitación.

Anduvo por el pasillo hasta la cocina para meter en el frigorífico dos de tres latas de cerveza de medio litro que había comprado hacía unos minutos en la tienda del chino, frente al metro de La Peseta. Las sacó de la bolsa de plástico y las metió con mimo encima de unos táper con restos de comida.

— Vamos a ver quién anda de procesión.

Nuevamente la señora Hilaria irrumpía en el silencio de la pensión.

Antes de que abriera la puerta de su cuarto, K. aceleró para meterse en su habitación. Escuchó cómo se abatía la puerta de la casera cuando ya estaba dentro.

— Pero sé quién eres, gandul.

Le entró un escalofrío cuando se desembarazó de la ropa. "Qué frío hace en esta puñetera casa.", se dijo K., mientras colgaba la ropa y se ponía una bata gruesa de paño. Encendió un pitillo y abrió la lata de cerveza sentado sobre la cama.

Frente al descascarillado espejo veía su imagen troceada. Esos eran los peores momentos de los días: la soledad sonora. El bullicio, la acción, le evadían de todos los pensamientos que le conducían inexorablemente al abatimiento cuando se hallaba en soledad. Le acudía un cansancio penetrante, una pesada congoja, que medía su pasado y su presente con una dureza implacable. Terminaría, como siempre ocurría, emborrachándose solitario al tiempo que su consciencia iba mermando. Se reprochaba sus decisiones de antaño, sus equivocaciones, sus desvaríos, todo aquello que le llevó a la incomunicación, enmascarada a ultranza, que disolvía sus días. Le dolía su soledad y constatarlo le pesaba todavía más. Fumaba un cigarrillo tras otro, una cerveza tras otra, transitando un laberinto de sí mismo que acababa en el sueño profundo del beodo. Tanto énfasis ponía en dejar la mente en blanco como esta trabajaba a todo ritmo para traerle las imágenes más odiadas del pretérito con la resultante del presente que asumía incapaz. Se reflejaba en el vetusto espejo su rostro roto, partido por la merma del azogue, y veía el de un cadáver que se movía únicamente por la fuerza de la inercia. Se quitó el sombrero de una vez para comprobar que su cabeza apepinada, lisa y reluciente por la calvicie, estaba tan henchida de arrepentimientos, dudas y malas decisiones que parecía cada noche más abombada. A veces lloraba silente, destilándole una babilla tintada con cerveza que se escurría por su pecho hasta secarse en la posterior ignorancia. No quería estar solo, no, como tampoco quería proponerle a Baldomero, su único bastión, que vivieran juntos. No. Sus angustias debía de purgarlas en soledad porque era la pena que tenía que cumplir de por vida.

Se enredaron sus pensamientos en su mujer y en sus dos hijos. Calculó que debían de andar por los treinta y tantos años. Una bocanada de humo dibujó el rostro de su mujer con la brevedad de un relámpago. Se fue disolviendo en la habitación conchabado con la oscuridad.

Siguió fumando y bebiendo hasta que, casi imperceptiblemente, se durmió exhausto.